Robles: el regreso

Hay atletas de los que uno no se puede desprender. En noviembre de 2013 conversé con Dayron Robles por casi dos horas. Fue la última entrevista que concedió antes de extraviarse en la bruma espesa de los mítines europeos, donde escasea la alharaca publicitaria.

Aquella vez, después de la odisea con que el estalinista movimiento deportivo cubano lo hubo de premiar, Dayron me dijo, con más serenidad que vehemencia, que no estaba muerto, y yo le creí a pie juntillas. Me contuve de expresarlo con entusiasmo, o quizás, ahora que lo pienso, no me contuve nada. En cualquier caso, deseaba con todas mis fuerzas que triunfara, que volviera a ser número uno, y que le propinara un duro rapapolvo a cuanto funcionario soberbio lo hubiera ninguneado, incluido el ya inefable Juantorena.

Dayron había perdido tiempo muy valioso, el de su consagración, pero haber debutado tan joven hace que apenas tenga veintiocho años. Acaba de anunciarse que volverá a entrenar en las pistas del Estadio Panamericano, con intenciones de representar a Cuba en los Olímpicos de Río.

Esto no es noticia. Porque tanto Dayron como decenas de atletas que alguna vez rompieron con la federación nacional quisieron seguir representando al país. La noticia es que los medios oficiales lo hayan dado como noticia, lo que significa que la Comisión de Atletismo, o alguien de más alto nivel, decidió otorgarle al estelar vallista una oportunidad que en verdad no es más que su simple derecho.

Tales triquiñuelas siempre seducen por el morbo. Si llega a concretarse su regreso, ya veremos a la pandilla de apóstatas –comentaristas de radio y televisión, escribidores de periódicos– hacerle la venia al hijo pródigo, como si nunca lo hubieran abandonado desde sus tribunas.

Particularmente, me llama la atención la inusitada calma con la que Dayron, quien a los veintiún años ya contaba con título olímpico y record mundial, asumió el vendaval que luego le sobrevino. Cuando conversamos, lo noté lo suficientemente convencido de quién era y a qué se debía. No parecía deberle nada a nadie, ni a sí mismo.

No se lamentaba por lo que no fue. Yo, por ejemplo, sí. Me hubiese gustado que los directivos, que estaban ahí para consentirlo, no le hubieran puesto tan draconianos obstáculos,  que le hubieran pagado el dinero que le debían, y que hubieran sabido, dado el caso, manejar sus eventuales malcriadeces. A fin de cuentas, era un campeón absoluto.

Ahora no sabemos si lo sea. Al día de hoy, los 110 con vallas es un evento sin claros dominadores. Orlando Ortega, el cubano nacionalizado español, posee la mejor marca de la temporada, pero eso no significa mucho. Tal vez, incentivado con el regreso, Dayron nos sorprenda nuevamente. O tal vez la circunstancia ya le haya pasado factura y todo no sea más que mi afán porque se redima.

No obstante, si logra nuevamente vestir la camiseta de Cuba, habrá implantado otro record, lo que lo confirmaría como nuestro deportista más singular en los últimos quince años. Ha sido un guerrero, y ha salido airoso. El mérito es todo suyo.

Los federados cubanos no le están obsequiando nada. Un botón de muestra. Osmany Juantorena, extraclase voleibolista, acaba de clasificar a Italia para la Olimpiada, con veinticinco puntos ante Polonia en el último partido de la Copa del Mundo. Muchas veces, durante varios años, estuvo pidiendo volver a la selección nacional.

Algún día, para justificar el atraco, los voceros entusiastas podrán decir que el deporte cubano arribó desinteresadamente a la fase superior del internacionalismo.

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