Selección natural

Daniel Chavarría es un anciano pizpireta: seguro en el escenario, extorsionador carismático que atrae a los oyentes, el hombre que ha epatado cientos de veces, que ya no le preocupa si epata o no, que mide el éxito de sus palabras por las carcajadas que provoquen (sin dudas un magnífico método), que habla de literatura con soltura, un campo que ya ha desactivado de minas, o un campo que nunca las tuvo. El sonido firme de las botas de Chavarría sobre el suelo pedregoso de la literatura retumba e intimida a los miembros del pelotón que siguen moviéndose a ciegas sobre un terreno pantanoso. La literatura: el hueco que succiona.

Chavarría es, además, atractivo: los pantalones ajustados, los ojos casi circulares, la barba tupida, la minúscula cola de caballo como el broche que ajusta una cabellera canosa y lisa. Yo estoy sentado a su derecha porque Chavarría va a presentar, entre otros cuadernos premiados, un libelo mío. Tengo puesta mi gorra de los Yankees de Nueva York, y quiero que se tome como un emblema, como una postura, pero me apena caer en minucias, entablar una guerra que nadie me ha declarado.

Chavarría desconfía de los jóvenes escritores, declara. Yo también. No creo que haya una fauna más detestable que la de los aspirantes a literatos, corriendo detrás de los editores, desesperados por publicar, colando poemas en revistas, repartiéndose favores, aunándose, catalogándose como generación, ya sabemos. Bueno, hay algo peor que los aspirantes a escritores haciendo carrera, y es esos mismos aspirantes, ya envejecidos o en vías de envejecer, con la carrera hecha, con asiento fijo en la corte.

Chavarría argumenta que las mejores obras se escriben en la madurez, después de los cuarenta años, que antes de esa edad hay realmente poco que decir. Para apuntalarse, menciona a Quiroga y a Carpentier. Si yo tuviera sesenta años, tomaría el micrófono y, en tono minimalista, solo para desperezarme un poco, para divertirme, le diría: “permiso, Daniel. Apenas dos cosas: Rimbaud, Radiguet.” Pero tengo veinticuatro, cualquiera puede sospechar que, presa de la malcriadez, me he insultado ante la supuesta ofensa. Aunque Chavarría no me ofende. Lo que está diciendo es, supongo, una obviedad de mal lector, o de mal perdedor, a la postre algo inofensivo.

Es lícito y saludable que desconfíe de mí. En cualquier caso, por más que desconfíe, por más que me tome en duda, por más que me mire con desconfianza, por más que se diga: ¿y qué bolá con este, que aspira a escribir?, Chavarría nunca blandirá sobre mí la espada de Damocles con la determinación con que lo hago yo. Ni él ni nadie, lo cual es más lícito y saludable aún. Nada es más provechoso que llevar el enemigo adentro, te hace inmune a los Chavarrías consagrados, y a los candidatos al lugar de Chavarría.

Escucho a ratos lo que dice, a veces siento su voz en sordina, los elogios particulares a cada uno de los cuadernos, como el parloteo de una máquina imparable, una máquina que me persigue o que me espera, un estatus probable, la faz del maligno disfrazada de éxito. Chavarría galopa y yo, a su derecha, me estoy preguntando, extático, si este es ciertamente el camino que quiero. No el de los premios, que no es ningún camino, sino el de la escritura. El sendero oscuro, el caracol nocturno en el rectángulo de agua, la infinitud de lo posible. Si quiero seguir haciendo esto durante toda mi vida, creyendo que vale la pena, que es realmente algo más de lo que es.

Distraído, me lleva unos minutos entender que Chavarría solo está hablando de sí, y que no hay que tomárselo a mal. Solo está recordándose. Dice que cuando llegó a los cuarenta se percató que a los veinte había escrito dos novelas infames, por suerte impublicadas. Comprendo su punto, que no hay que apurarse, que no hay que corromperse, pero igual no es garantía de nada. Tal vez si Chavarría llega a los cien, piense que lo que escribió a los setenta o a los cincuenta fueron novelas menores, inmaduras, las novelas por las que hoy él apuesta, de las que blasona, tras las que se parapeta: Allá ellos, La sexta isla o El rojo en la pluma del loro, no sé.

Y aquí entro al juego con una opinión simple, después de haberme leído en la adolescencia novela y media suya: la literatura de Daniel Chavarría no va a sobrevivir. Va a morir sin ambages. Ni a sus quince, ni a sus setenta, ni a sus cien, si llega, Daniel Chavarría podrá superar la frontera terrible tras la cual aguardan, ateridos, padeciendo, los textos palpitantes. No lo va salvar ni el Premio Nacional de Literatura ni haber secuestrado una avioneta en su juventud.

No es, siquiera, un fracaso. Solo hay que asumirlo. Stephen King lo decía recientemente, y me pareció de una valentía extrema. A pesar de lo que muchos consideran, King cree, también como otros muchos, y lo declara en absoluta paz, que su nombre quedará inscrito en la segunda o la tercera línea de la posteridad dentro de la literatura estadounidense, o sea, no quedará inscrito.

Uno puede prepararse para la gran tarea, o creerse eso, encerrarse en un cuarto como Proust, a engendrar, pero probablemente la única preparación verdadera que existe sea la que te permite asumir lo que asume King (quien vende los millares de ejemplares que no vende nadie y quien sí las tiene todas para pensar que la literatura, lo que conocemos por tal, será benévola consigo). Lo que me molesta de Chavarría es algo que ya sabía desde antes, porque se puede oler, y es que no se preparó nunca para ello.

Cuando me brindan el micrófono, luego de que una muchacha haya hablado por mí, y haya dado gracias al maestro (Chavarría) por las palabras de aliento a nosotros, los que mañana vamos a ocupar ese lugar, saco un mínimo de fuerzas y leo un fragmento de Encuentro con Enrique Lihn, cuento de Putas asesinas: “…la literatura era un vasto campo minado en donde todos eran mis enemigos, salvo algunos clásicos (y no todos), y yo cada día tenía que pasear por ese campo minado, apoyándome únicamente en los poemas de Arquíloco, y dar un paso en falso hubiera sido fatal. Esto les pasa a todos los escritores jóvenes. Hay un momento en que no tienes nada en que apoyarte, ni amigos, ni mucho menos maestros, ni hay nadie que te tienda la mano, las publicaciones, los premios, las becas son para los otros, los que han dicho “sí, señor”, repetidas veces, o los que han alabado a los mandarines de la literatura, una horda inacabable cuya única virtud es su sentido policial de la vida, a esos nada se les escapa, nada perdonan. En fin, como decía, no hay escritor joven que no se haya sentido así en algún momento de su vida.”

Cuando concluyo, Chavarría retoma la palabra y me pregunta cuál es mi formación, por quién he llegado a Arquíloco. No tengo formación clásica. Le digo que he llegado a Arquíloco de Paros dando tumbos, por escritores que a su vez fueron lectores de otros escritores y así sucesivamente, hasta mí. Hay, creo, un breve momento de tensión. Pero mi pelea no es con Chavarría: que le vaya bien. Mi pelea es con el símbolo.

Arquíloco y su escudo, tantos años después, todavía presentes. Arquíloco desacralizador. Arquíloco antipatriota. Arquíloco, de quien se sabe poco, un yámbico del que Chavarría conoce sin dudas mucho más que yo. Arquíloco. Griego arcaico. Mercenario. Nace presumiblemente en el seis ochenta antes de Cristo y muere en el seis cuarenta y cinco, con treinta y cinco años. Todo lo que escribe, al parecer, lo escribe antes de esa edad.

Foto: Beatriz Verde Limón

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