Silvio, Rodríguez y Domínguez

Ningún artista cubano tiene tanta participación en los debates de la agenda pública como Silvio Rodríguez. Cada vez que opina, el tablero de opinadores se reconfigura. Su categoría artística, y sus convicciones políticas, le otorgan al interior del país una especie de invulnerabilidad y de altura que el resto de los actores asume, acata o, al menos, jamás contradice. Hay algo en él que, aunque no haya indicios de que se lo proponga, nos deja frecuentemente el sabor de última palabra.

Una cantidad muy dañina de autonombrados pensadores de izquierda (que no son de izquierda y mucho menos pensadores), cuando Silvio los pone en ridículo, no hacen más que meterse el rabo entre las piernas y salir disimuladamente de la palestra. Lo grave, con tales sujetos, no es que hagan silencio. Por suerte hay alguien que de vez en cuando los hace callar. Lo grave es que no vacilarían en calificar de abyectos o de poco patriotas los mismos argumentos de Silvio, si fuera otra persona, y no él, quien los esgrimiera. Es uno de los privilegios de convertirse en mito: que hoy te aplaudan y obedezcan los mismos personajes que hace cuarenta años hubieran inspirado Resumen de noticias.

Silvio parece conocer el capital simbólico con que cuenta, y lo utiliza asiduamente. Cuando lo hace, una eficaz batería de íntimos solidarios le expresan su apoyo incondicional, y ratifican lo que Silvio ha dicho: la tesis que acaba de proponer, o el desacuerdo con alguna política del gobierno que acaba de expresar.

En el plano de la amistad, puede que el gesto sea valorado, pero en el terreno público no son más que notas al pie absolutamente gratuitas. Primero porque Silvio Rodríguez no necesita que lo catapulten, y segundo porque sería mucho más interesante que esos amigos suyos se llenaran un día los pulmones de aire, tomaran la iniciativa, denunciaran de propia cuenta, y fuera Silvio entonces quien los secundara.

Al fin y al cabo, cubrir espaldas es lo que ha hecho Silvio muchas veces, desde que casi por casualidad, hace ya varios años, abriera Segunda Cita, su muy comentado e influyente blog.

Cuando el músico Robertico Carcassés se atrevió a pedir en plena Tribuna Antimperialista acceso libre a la información y elecciones por voto directo, Silvio evitó que nuestros comisarios culturales hicieran rodar la cabeza de Carcassés. Cuando la agencia AP publicó que detrás de grupos de rap contestatarios como Los Aldeanos estaba la mano de la USAID, pero que Los Aldeanos lo desconocían, ciertos blogs intentaron comenzar una de nuestras consabidas cacerías de brujas, tergiversando descaradamente la información inicial. Silvio salió al paso (uno de sus hijos estaba implicado en el asunto), y cortó inmediatamente la ofensiva.

Aunque me encuentre en franco desacuerdo con muchos de sus argumentos, con frecuencia me parecen desatinadas, o débiles, ciertas objeciones que se le hacen. Silvio no es un vocero sumiso, sino, en principio, una de esas piezas necesarias que ayudan a evitar males mayores dentro de los sistemas intolerantes.

Decía El sabio de Baltimore que para valorar las ideas de un hombre aplicaba el siguiente método: lo pensaba defendiendo las ideas contrarias, y si defender esas ideas contrarias le suponía la pérdida de cierta propiedad material o de algún privilegio adquirido, entonces no creía en ese hombre, porque no era un hombre libre, es decir, no era un hombre. Era alguien que lucraba con el pensamiento y, por tanto, alguien poco digno de confianza.

La prueba de que su obra, y él mismo, están ya por encima de cualquier coyuntura política, y de que si Silvio no fuera Silvio, sino su reverso, tampoco le pasaría nada, es Pablo Milanés. Con trayectorias más o menos homólogas, Pablo viene, desde hace años, dejando clara su ruptura con lo que una vez promulgó y su desacuerdo manifiesto con la alta dirigencia cubana. Nada grave le ha sucedido. Sigue dando conciertos en La Habana, sigue siendo ampliamente ovacionado, e incluso se gasta el lujo de inaugurar el Festival de Cine. Silvio sigue siendo Silvio porque, sospecho, todavía cree, no porque le sea conveniente creer (por otra parte, no está de moda creer en lo que cree Silvio).

Quizás sea esta, y no la demagogia o la cobardía, como apuntan sus enemigos directos, la razón por la que jamás eleva sus críticas a un plano más allá de los burócratas de ocasión o del raso ejército de izquierdosos reproductores de consignas. No solo no se permite cuestionar la autoridad de los dirigentes de la Revolución, sino que los exime de toda responsabilidad.

El revolucionario radical –según el punzante concepto gassetiano que Paz menciona en El laberinto de la soledad– es aquel que critica los usos, no los abusos. Un abuso es siempre una anomalía, la expresión ya desbordada del mal, pero no el mal en sí.

Evitar que desaparezcan a Carcassés va a garantizar, efectivamente, que no desaparezcan a Carcassés. Pero evitar que desaparezcan a Carcassés, y no plantar cara e intentar subvertir los usos que hacen que alguien se crea en el derecho de condenar a un músico por decir lo que piensa, nos deja la pobre renta de un Silvio en labores de Sísifo: trovador cuesta arriba cuesta abajo, pendiente ad nauseam de cualquier posible injusticia para atajarla a tiempo.

Y esto, depender de la voluntad o la conciencia de un artista, en cuestiones que nos conciernen a todos es muy peligroso. No es una persona, sino nuestra desconcertada sociedad, la que debiera prevenir y denunciar tales atracos.

No son todas las injusticias las que Silvio Rodríguez puede atajar. Hay en Cuba decenas de injusticias que Silvio Rodríguez no ve, o que no considera como tal, o que simplemente no quiere o no puede echarse encima. Pero Silvio no es Teresa de Calcuta, no tiene que echarse encima nada, y no es a él, a la larga, a quien tenemos que exigirle cuentas.

Hace unos días publicó que había llorado con el discurso de Cristina Fernández en la Cumbre de Panamá. Está en su derecho. No hay por qué administrarle las lágrimas a nadie. Sin embargo, mientras no podamos llorar también a lágrima viva, con rabia, con furia, con alevosía, por un país escindido, custodiado por sordos capataces ideológicos, para quienes la Patria es apenas un concepto que dos o tres sujetos se arrogan el derecho de administrar y repartir, decidiendo a dedo quién es cubano y quién no, cuál cubano es amigo de Cuba y cuál no; mientras no podamos denunciar abiertamente lo que sea, lo que nos venga en ganas; mientras no podamos correr el elemental riesgo de equivocarnos, porque habrá un verdugo esperando nuestra caída; mientras nada de eso suceda, digo, y todos los llantos no puedan ser llorados en igualdad de condiciones, el llanto por el discurso de Cristina Fernández nos seguirá pareciendo, a muchos cubanos, un rezago, un exotismo y una omisión. Un abuso en el arte de ignorar los usos.

Por otra parte, habría que reconocer que en cuestiones de fondo Silvio se limita, pero no se ahorra. No denuncia él, porque se va a morir como vivió, pero denuncia a través de sí. Quien haya visto el documental de sus conciertos por los barrios de La Habana –dirigido por Alejando Ramírez– no podrá dejar de pensar que los conciertos no han sido más que el vehículo para mostrar el lado más feo y nocivo de la Cuba que es. Inmersión que ni el propio Silvio sospechó fuera a ser tan profunda.

Una vez ahí, no se ha andado con remilgos. Ha procurado que todos veamos lo que él ha visto: la miseria, la abultada pobreza, la extendida desatención y el crónico desencanto de cubanos que viven al margen de cualquier mejora social.

Así, permanentemente inquieto, es como Silvio calla a toda la pléyade de silviófilos que creen que Silvio es de su propiedad. Música de fondo que justifica sus partisanas militancias. Podemos imaginarlos: envalentonados, vilipendiando a todo aquel que no consideren revolucionario, con la melodía de El Necio irrigándoles el flujo sanguíneo. Y luego haciendo mutis en el cine, desconcertados ante un puzzle que no logran armar si no es a través de la polarización política. No conciben que un amigo les haga de enemigo, no.

Le pasó a Silvio lo que a Martí. Si yo tuviera que decir un nombre, el artista, el árbol, la cosa, el ser vivo que más influyó en mi educación sentimental, tendría que decir Silvio Rodríguez. En ningún sitio me armé y me desarmé tanto como ahí. Pero no me atrevería a citarlo. Es el saco en que cualquier rufián mete la mano, saca una frase a su antojo, y construye con la frase una pancarta.

Igual. Ya a los veintiún años, cuando compuso una de sus cinco canciones más brutales, Silvio lo había entendido todo. Él sabe que hay gente que lo quiere. Él sabe que hay gente que no lo quiere.

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