Talar el árbol

La historia no se lee para, tal como nos dicen, fortalecer la imagen que tengamos de la nación, sino para resquebrajarla. Siempre hay una teleología de las cosas que combatir. Leer es un desmontaje. El clima es frío y la lectura, como un verdugo, lo que hace es desvestirnos, quitarnos prendas, hasta que comenzamos a tiritar.

No conozco una lectura que, en sentido estricto, arrope. De ahí que, después del 17 de diciembre, el miedo haya aflorado, y también la incontinencia. Todo el mundo, hasta yo, tiene algo que decir. Y todo el mundo cree que los acontecimientos de alguna manera vienen a confirmar su particular tesis sobre el país. No es peor escenario que el que había, naturalmente. Todavía deletreamos, cierto, creyendo saber más de lo que sabemos, pero finalmente hemos dejado de recitar.

Lo que pasa hoy en Cuba es que nos estamos quedando encueros. Nosotros –como Fukuyama– también creímos vivir el fin de la historia. Con siete abrigos encima, con un exilio cruento, con el socialismo irrevocable y la nación coronada. Pero el exilio –espero– podrá ir volviendo, el socialismo no era realmente irrevocable, lo irrevocable no es socialismo, y la nación tendrá nuevamente que salir a ganarse el pan.

A la incertidumbre del momento yo no le opondría una decepción (decepción le opuse a la incertidumbre anterior, que era la certidumbre de no estar yendo a ningún lugar). No le opondría tampoco una certeza, entre otras cosas porque no la tengo. Le opondría otra incertidumbre, bien básica, y es esta: lo cubano, ¿qué es?

El único amor que nos podría inspirar un país es el que resulta de haber observado, o leído, los distintos esfuerzos porque ese país cristalizara. Los intentos de una –otra– cosmogonía. No hay nación que no sea esa suma de ensayos. Que, como la Ítaca de Kavafis, no sea más el trayecto que el destino. La idea –todavía peregrina, y todavía cursi, pero también subversiva– de que quizás sí queda algo por construir, un trecho que andar, nos vuelve a colocar en una especie de andén, y abre una cuña de prodigiosa indefinición en el muy contado y medido balance de la Patria.

Me gustaría que contrarrestáramos la pregunta del momento con las viejas preguntas de siempre. Solo así podríamos despejar ciertas variantes y no sopesar, por ejemplo, la probabilidad de una anexión, ese tipo de ejercicio estéril. Creer que Estados Unidos podría anexarnos indica, más que preocupación por el país, un franco irrespeto a su historia, un profundo desconocimiento de sus puntos fuertes y de los cuerpos –físicos y vaporosos– que la sostienen.

Es probable, por tanto, que no haya cubano más proyanqui que los neoestalinistas, que los férreos capataces de la Revolución. No hay nada que perder. Cuba, cada vez que se cocinó, lo hizo en la temeridad. Y la temeridad es el arranque impetuoso con que intentamos desprendernos del miedo. Como quien dice: “está bueno ya” O sea: resultado de la incertidumbre.

Me gustaría que sustituyéramos la mezquina idea de que Cuba es una cosa dada. Me gustaría que la miráramos de arriba abajo, como quien mira un cuerpo, sus pantorrillas, sus muslos, su torso, el poro del pómulo, y que entráramos en francos terrenos metafísicos. No es como nos han dicho: ni esta Cuba, ni ninguna otra, es el resultado de una providencia. Un país también se define como se definen las pequeñas cosas: por tardanzas, por confusiones, por encontronazos imprevistos. No hay razón para pensar que somos lo que somos porque no podía ser de otra manera.

Hubo un momento, sí, por increíble que parezca, donde no había algo como Cuba (hay quien cree todavía que Hatuey guarda relación con nosotros), hubo un momento en el que Cuba fue una improbabilidad, una anomalía, un pálpito, la esquizofrenia de alguien, un rezago de ingenuidad, y hubo muchos momentos donde Cuba estuvo a punto de irse a pique. Recorrer esa cuerda floja, y comprobar que pudimos, como pueblo, ser mucho menos de lo que somos hoy, sería un hermoso acto de rebeldía.

Saber, digo, por qué es que Varela es Varela, o por qué Lezama es Lezama, y cómo Lezama determina e incide incluso sobre quienes le huyen. O por qué Martí es Martí, y por qué es que abre presas, levanta esclusas y cierra depósitos que parecen imposibles de vaciar. Habría que saber también que Cuba es un relato, y que si bien no es, como dice Eusebio Leal, una ficción de Martí, sí que es su testimonio. Es decir, Martí nos narra, pero que nos narre no quiere decir que nos invente, quiere decir que nos transcribe.

Talar ese árbol, leerlo. Recordar que la nación es un puzzle que se puede desarmar, regar por el suelo y jugar con él. Recordar, incluso, que lo podemos dejar desarmado. Lo que ocurrió el 17 de diciembre fue la reanudación –inevitable– de nuestro conflicto ontológico. Cuba es, muy en sí misma, una respuesta a Estados Unidos, y también, como toda respuesta, una consecuencia.

Contémonos, entre nosotros mismos, esas anécdotas mínimas y poderosas.

Empiezo con una. Me entero, en El libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte, que Justo Rodríguez Santos era un ajedrecista empedernido y un martiano fervoroso, “tanto que, durante años, no le interesó tratarse con personas que no lo fuesen”. Buena parte de su exilio, transcurrió en Nueva York. Cada semana, visitaba el Manhattan Chess Club, y allí solía toparse con un anciano que lo observaba.

Rodríguez Santos sabía que el anciano lo miraba atentamente, pero nunca entablaron partida alguna. Por fin, en una de las sesiones, el anciano se acercó y le preguntó a Rodríguez Santos si era cubano. Rodríguez Santos le dijo que sí, que lo era. Entonces el anciano le contó que de niño había conocido a Martí, y que su padre, propietario de una tienda en el Bronx, le había vendido un abrigo a Martí, pero que Martí nunca terminó de pagarlo. Que pagó el primero de los plazos pero que luego “se fue a Cuba a luchar y dejó el resto sin pagar”.

A la semana siguiente, el anciano volvió con la anécdota, pero quejándose, diciendo que eso le pasaba a su padre por ser muy generoso. A la tercera semana, el anciano volvió a acercarse. Y ya comenzaba, nuevamente, con su queja. Pero entonces, cuenta Ponte, Rodríguez Santos lo frenó en seco: “«¿Cuánto le debe Martí a su padre?»”, le dijo al viejo. “«Dígame y se lo pago».”

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