Tarde de familia

Pisábamos ya la arena y mi mamá recordó la vez que con once años comencé a arrastrarme bajo el sol caliente, desde la entrada de la playa hasta el agua. Yo quería saber qué había sentido Alexei Marésiev en Un hombre de verdad cuando los nazis derribaron el caza que pilotaba y tuvo que renguear durante dieciocho días por la estepa.

Marésiev terminó con las piernas amputadas gracias, entre otras cosas, al crudo frío de la guerra, y a mí no me quedaba más que la canícula de agosto, el intento de torcer las vacaciones, por lo que mi depravación como lector alcanzaba categoría de grotesca. Pero lo importante, me dije, era el gesto, como si el único regalo posible para Marésiev fuera esa tarjeta postal distorsionada, que ya sabíamos que no era suficiente, aunque cortés sí que era.

Desde entonces, la afectación libresca me acompañó como una lapa: querer hacer algo con la literatura, cuando no hay que hacer nada. Apenas tumbarse en el sofá y observar la agitada pelea entre ángeles y dragones a la que a la larga parece reducirse todo.

Ya mayor supe que Un hombre de verdad clasificaba en el corazón del realismo socialista, con escenas amorosas contadas a partir de elipsis increíbles –mojigatería partidista– y con abundantes cuartillas de lodo patriotero. En los héroes soviéticos el sexo venía siendo una parábola que no merecía más. Hubiera sido divertido que explicaran qué posiciones solía practicar Marésiev o cuáles tuvo que desechar después de que le encasquetaran sus legendarias prótesis.

Peor aún. Por un testimonio de Howard Fast supe que Boris Polevoi había negado conocer, incluso entre amigos cercanos como el propio Fast, el destino trágico de varios escritores bajo la égida de Stalin. Literatos menores que habían desaparecido ya y que Polevoi aseguraba verlos cada día salir de sus casas y caminar por las calles de Moscú o de la ciudad que fuera.

No obstante, Un hombre de verdad fue uno de mis libros de cabecera y me temo que nada, ni la cobardía o la maldad de Polevoi, podrá subvertir ya las profundas expectativas y tensiones que me trajo leerlo. A los soviéticos quizás les hubiera parecido insuficiente, pero descansar en la estantería de los Sandokan, Milady de Winter y Phileas Fogg es, en tiempos donde no se erigen estatuas y las que se erigieron se derriban, pertenecer a un hall intocable.

Todo esto lo conversaba con mis padres mientras el agua nos daba por la cintura y el oleaje, no exagerado, pero persistente, hacía que nos meciéramos de un lado a otro y que termináramos, al rato, hambrientos y mareados. Dos noches antes, yo había visto Jaws por primera vez, y estaba sobreaviso.

La charla se fue cerrando como una dentadura, caímos en Cuba, se dijeron par de cosas, se especuló sobre otras, y entonces comenté que no creía que hubiera, en ese minuto, algo como la Revolución, lo que equivalía a decir que yo no creía en la Revolución. El gesto de mis padres fue de orfandad y confusión. No reprocharon nada. Tal vez hasta callaron más de lo debido. Tal vez no les importó demasiado, lo cual hubiera sido una fortuna.

A estas alturas creo que igual lo sabían y quizás me estaban pidiendo, de la forma más decente posible, sin confusión ni orfandad alguna, que solo no viniera a dármelas de Howard Fast y que los dejara disfrutar tranquilamente de sus vacaciones. Les dije que, sin embargo, a la luz de los nuevos acontecimientos me parecía que el discurso oficial le había bajado dos decibeles al tono, lo que ya era algo. Y que sus rivales de siempre, los rivales del discurso oficial, parecían por lo tanto gritar más que de costumbre. Siguieron en silencio. Como sugiriéndome: no caigas en ese tipo de retóricas. Si vas a asumirte, asúmete bien.

No necesitaban mi compasión, cierto, al menos no más que yo la de ellos. No eran ningunos perdedores, y también era cierto. Sabían más que yo y que cualquiera, y sabían lo que iba a pasar y lo que no, y estaban preparados y en paz, y se dedicaban a observar como ascetas mientras yo parloteaba y parloteaba. Me sentí una porquería.

La tarde cayó muy lentamente, como si alguien, en algún sitio, cerrara con delicadeza el paso de la luz. Volvimos para la casa de alquiler, a unas cuadras de la playa. Al cruzar la primera calle, mi madre me tomó de la mano por el tema de los carros y tal.

Después ellos hicieron la comida y después nos sentamos todos a la mesa y después ellos se pusieron a ver la telenovela y yo entré al cuarto con aire acondicionado y seguí leyendo un libro donde Vladimir Lakshin decía lo siguiente: “Habiéndose formado con toda justicia en el odio al estalinismo, sin darse cuenta Solzhenitsin también ingirió los venenos del estalinismo.”

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