Tatuajes

Punch y su esposa Judy son los dos personajes principales de los títeres de cachiporra ingleses

Punch y su esposa Judy son los dos personajes principales de los títeres de cachiporra ingleses

Hace poco conocí un muchacho que se había tatuado una línea de Borges. No lo desprecié, me pareció valiente. Lo enseñó con tanta timidez, después de que lo delataran, que supe que aquel tatuaje, más que un fetiche, debía ser un refugio. Borges, que fue más rápido que el olvido, seguramente lo hubiera creído un gesto vano, pero el muchacho no se había tatuado para buscar la aprobación del ciego, sino, me temo, para sostenerse un poco mejor en medio de su brevísima eternidad.

La frase tenía que ver con la memoria, y no recuerdo haberla leído en ningún libro que no fuera el costillar del muchacho. Quizás fuese apócrifa. Ahora que lo pienso, ojalá lo hubiera sido.

Alguien cercano a mí quiso tatuarse alguna vez el poema de Cesárea Tinajero –especie de electrocardiograma– que en Los detectives salvajes Ulises Lima y Arturo Belano intentan interpretar. En su momento, la idea me pareció magnífica y pensé imitarla. Por suerte, antes de tomar una decisión, descubrí cuán ampulosa era.

Tantas líneas me han vuelto de cabeza, que ya a los 18 podía haber hecho un periódico de mi cuerpo. También es cierto que nunca como a esa edad somos tan virados de cabeza por los libros y los ídolos. De un tiempo a esta parte, creo que si me voy a tatuar algo, tendría que ser de la Dra. Polo.

No, serio. Si hubiera que hacerlo, si de verdad hubiera que hacerlo, guardo en un papelucho, para cuando llegue el momento, aquel diálogo de El sonido y la furia:

“Llevas seis semanas de trabajo encima”, dijo Dilsey. “¿Qué piensas hacer si se pone a llover?”

“Supongo que mojarme, dijo Frony, “Todavía no soy capaz de detener la lluvia.”

Demostrado, en dos líneas, que de un bocado Faulkner es capaz de engullirse a Hemingway, a su técnica del iceberg y a todo lo que se le pare por delante.

Lo que me amedrentó de los tatuajes, una vez, fue la responsabilidad de poner algo en mi cuerpo para siempre. Pero eso es una afectación gratuita y mojigata. Lo que me hace posponerlo hoy es que sospecho que incluso lo que parecía más nuestro que un tatuaje, más para siempre, no lo es. La vida, a veces, te destatúa. Ya sé que los tatuajes se pueden quitar. Pero el vértigo estriba en correr el riesgo de lo definitivo. Porque, si algo se puede quitar, ¿entonces qué sentido tiene ponérselo?

La naturaleza del tatuaje, sin embargo, suele negar su intención, al menos para los primerizos. El tatuaje simboliza o representa una circunstancia significativa. Pero exhibir lo significativo conlleva explicarlo, capturarlo, desacralizarlo, que un ajeno fisgonee. Lo verdaderamente significativo, queremos creer, no puede o no debe tatuarse. Por otra parte, casi cualquier sitio es menos perecedero que el cuerpo propio: summum de lo volátil y lo inmediato.

La dirección del primer correo gmail que tuve empieza con rayuela. Primero me enorgulleció, luego me avergonzó, después me dio lo mismo. Yo quería que fuese como un tatuaje, un homenaje. Ponerle nombre de obra literaria a tu correo personal solo sucede a la edad en la que uno lee Rayuela. Ese tipo de ejercicios vienen inocentemente enyuntados.

Aquella línea, por ejemplo: “Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra…” Hay arrobas de definiciones sobre el amor más poderosas, pero ninguna que no contenga esta carga de cursilería puede convertirse en la marca central de dos jovenzuelos.

El tatuaje que se ve, o sea, el tatuaje con tinta, consta del mismo procedimiento que el otro. Aguja que pica, sangre, silueta que se dibuja.

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