Tribulaciones al pie del desastre

A mi viejo Orlando, que cura y conjura desde el silencio.

Ahora Mirta Rodríguez, por enésima vez, yace en el suelo. Cualquiera diría que está muerta.

Tiene ese suave rictus de paz que le conquista el rostro. Tiene esa línea grave que le cose los labios y los empalidece. Tiene los pómulos filosos y los párpados abotargados, como dos cueros repletos de agua sucia. Tiene los ojos rendidos, entrecerrados, y nubes asustadas le cruzan el pelo: a la misma velocidad que se desplazan las nubes de las películas en las que el tiempo corre vertiginoso hasta el momento de la venganza.

Todos signos de la muerte. Sin embargo, no está muerta.

El pie izquierdo se le mueve constantemente como la cola de una lagartija cercenada. Y de la frente, justo arriba de la ceja derecha, mana un profuso hilo de sangre, especie de involuntaria fuga. Por ahí, Mirta Rodríguez se está yendo de sí misma.

Nadie dice nada, pero los objetos parecen gritar. Hay a su alrededor como un alarido visual, una manifestación enardecida. Sangre en el borde del retrete. Agua y sangre en el lavamanos. Sangre en la juntura de las losas. Sangre –ya negra– en su blusa y sus espejuelos. Gotas, manchones, charcos. Violencia y desproporción. Las cosas piden, a voz en cuello, que las limpien.

Yo no creo que esta sea una sangre común. Cuando la sangre de otro logra provocarte vergüenza por el hecho de que no seas tú el que estés sangrando, no es definitivamente una sangre común. La sangre –sea cual sea– es pegajosa y macabra. Su ritmo es lento. Hay algo de reptil en su cadencia. Los filmes ridículos son ridículos sobre todo porque le imprimen a la sangre una velocidad que no es la suya: esos chorros, esos brotes repentinos, esas arterias disparadas.

El horror de la sangre radica en su inmutabilidad, no parece darse por enterada; siempre sigue serpenteando. Yo no digo que, si algo se rompe, la sangre no tenga que brotar, pero digo que, en determinado momento, la sangre tiene que darse cuenta de que debe parar, y de que no tiene ningún sentido que siga así, escapándose, a la buena de dios, como si no tuviera consecuencias para nadie.

Más fuerte que la sangre, no obstante, es su olor. No importa que sea el olor de Mirta Rodríguez, o quizás precisamente por eso. Me provoca arcadas, y las arcadas me provocan rabia. La rabia hace que limpie la sangraza con un estropajo, y que la siga limpiando incluso después de haberla limpiado, como si quisiera no solo borrar lo sucio, sino también el momento en sí. Retrotraerlo todo a su sitio. Cerrar la herida. Devolverle a los párpados, a los pómulos y a la boca su condición natural. El olor, sin embargo, no se borra, es el proselitista más eficaz de la memoria.

Ahora Mirta Rodríguez ensaya un par de pasos, pero sus pies borrachos se tambalean. Yo miro sus hermosas várices; sus tobillos, a pesar de todo, torneados; el milimétrico instante en que sus talones se apoyan en el suelo, intentando impulsarse, queriendo alzar ese cuerpo de metro setenta y setenta y dos kilogramos y llevarlo un tramo más adelante, proyectarlo, como si los talones fueran la persona toda y el resto de la persona no fuese más que un saco muerto que los talones se echaran al hombro.

Su lengua es un nudo marinero. Habla como una niña: palabras enredadas y traviesas. No deja de resultar gracioso. Pero hay algo siniestro, profundamente triste y desolador, en el hecho de que una mujer de cincuenta años se ponga a conversar como una niña. A veces disléxica, a veces trabada, volviendo a hacer las preguntas que hacemos solo cuando entramos al mundo, en la primerísima infancia.

Mirta Rodríguez, todo hay que decirlo, ha entrado y salido del mundo muchas veces. Parece residir ya en un cartel del Square Garden, combatiendo contra un superpesado que la noquea desde adentro, una y otra vez, sin piedad, y nadie detiene la pelea. Mirta Rodríguez se agarra la cabeza y dice que le duele mucho, desde el centro. Le digo que lo imagino. Y me dice que no, que no me lo imagino, que no hay manera de que me lo pueda imaginar. Es cierto. No puedo decirles cómo es, porque no me lo puedo imaginar. Nadie sabe desde la grada qué cosa es subirse al cuadrilátero.

Ahora llegamos al policlínico y la acostamos en una camilla de metal. Hay por todas partes cajas con distintos letreros: nebulizadores, pinzas, guantes, pastas antisépticas. Pienso en todos esos medicamentos con nombres horribles. Medicamentos que, si menciono, me van a afear el texto, pero que habrá que mencionar, sin dudas, porque han hecho que Mirta Rodríguez llegue hasta aquí. ¿¡Y qué es la belleza de un texto al lado de una persona viva!?

¡Oda al Clobazán! ¡Oda al Valproato de Magnesio! ¡Oda al Clonazepán y a la Lamotrigina! ¡Larga vida al progreso humano! ¡Larga vida a esos maestros de la ciencia, más sublimes que todos los poetas, que han dado con la fórmula y la virtud y hacen que la cuesta sea infinitamente más llevadera y esperanzadora!

Ahora le cosen la herida. La aguja zurce la piel. El hilo empata la abertura, pero no restituye lo que se escapa. Tiene la clavícula inflamada: un montículo violeta, y difícil de mirar fijo por más de dos segundos. Tiene cicatrices en casi cada sitio donde es posible tener cicatrices, y donde no es posible también.

Mirta Rodríguez como una camisa ajada que ya debiera estar en la basura, como una prenda de vestir que ya pasó de moda pero que alguien estima mucho y, por lo tanto, ese alguien sigue cosiendo la prenda, tapándole los orificios, poniéndole los botones, ajustándole el cuello, tomándole las mangas. Hay prendas así, cómodas, insustituibles, de las que uno jamás se quisiera deshacer.

El ritmo de los policlínicos no es el que uno en primera instancia esperaría. Un enfermo impacta rodeado de sanos. Pero un enfermo no destaca entre otros enfermos. Ahí está Mirta Rodríguez, aguja en vena, y nadie la mira. Yo tampoco miro a los otros, o al menos no con demasiada atención.

Hay un viejo paralítico, con una mano más corta que la otra. Da pasos cortos y rectos. Su dolor es más rápido que él mismo. Cuando el dolor logra llegar a nosotros primero que nosotros mismos, cuando tal cosa sucede, es cuando empezamos a morir. Hay una mujer descompuesta que pide una pastilla que no hay. Hay una adolescente con asma. Hay otra mujer que irrumpe casi gritando y que todo el personal de servicio parece conocer.

Me cae mal esa mujer. Cree que su padecer es más padecer que el resto de los padeceres que se congregan acá. Habla de pastillas y tratamientos como si fuera médico, pero se ve que no lo es. Habla como si fuese ella la enferma, pero se ve que tampoco lo es.

Yo sí miro a Mirta Rodríguez. Miro sus lindos mocasines negros, que tienen un adorno encima, y que son como dos ajustadas manos de vinilo recogiéndoles los pies. Miro la sutura, justo encima de la ceja derecha, y creo ver, más que una sutura, uno de esos lazos azules que usaban para ir a la escuela las niñas de la época en que Mirta Rodríguez era niña. Yo estoy enamorado de ella. Profunda, triste y desoladoramente enamorado de ella.

Antes de volvernos a casa, nos enteramos de que la mujer que irrumpió desesperada tiene una hija de treces años con Síndrome de West. Nos enteramos de que la hija no puede moverse, de que sufre más de veinte epilepsias diarias y de que ahora, antes de que su madre viniera como un poseso a pedir ayuda, estaba respirando con dificultad.

Pienso en la agitación de su madre y en que todavía tiene que aguantar que haya quien piense mal de ella. Pregunto si la niña tiene margen de mejoría y me dicen que el Síndrome de West es degenerativo, que cada día le irá peor. Vuelvo a preguntar la edad. Trece años, me vuelven a decir.

Agarro a Mirta Rodríguez por los hombros. Voy detrás suyo, sosteniéndola. Jab, recto, uppercut. Trece años. En algunas partes, algunos, no paran nunca de boxear.

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