Última llamada

Carlos Díaz, profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana hasta hace muy poco, y mi amigo de las entrañas por siempre, se marchó de Cuba a principios de este mes para proseguir estudios, o simplemente para proseguir, tal como es usual que suceda.

Desde hacía cuatro años, almorzábamos juntos casi diariamente, y casi cada noche nos llamábamos por teléfono para conversar -no importa lo anodina que fuera- sobre la rutina de la jornada. Días en los que, fíjense qué disparate, nos habíamos separado apenas dos horas antes. Semejante ritual no es un arancel de la amistad, sino más bien su consumación. Ahora almuerzo solo. Y ahora las noches -cuando llega ese punto preciso en el que uno no sabe hacia dónde virarse- se manifiestan en toda la magnitud del tedio.

Hay un fundamento capital de la amistad: combatir el sopor. Que es, según mis cálculos, el noventa y nueve por ciento de la tarea. No había nadie, salvo Abraham Enoa, otro amigo en común, con quien yo me riera tanto en los últimos años como con Carlos Díaz. Hay, además, otro principio, y es que el amigo no claudique en el uno por ciento que suman los momentos de definición. Cada vez que un enemigo malintencionado me disparó a matar, Carlos hizo cómodo y disfrutable el acto de barrerlo.

Desde el 9 de agosto del año 13, estoy en Cuba infinitamente más solo, y desprotegido. La amistad es el rasero de la lucidez. Uno puede calcular mejor el regaño o el elogio de un intruso, su buena o su mala fe, si lo compara con el tono y con el método que suelen usar los amigos.

Era viernes en la tarde, y no había nadie más en el aeropuerto despidiéndolo, solo yo. Tuvimos una conversación normal, en uno de los bancos metálicos de una de las terminales de Rancho Boyeros. Duró alrededor de unos cuarenta minutos. Carlos mencionó los libros que finalmente había decidido llevarse y también los libros que dejaba en Cuba para que escogiera algunos y me los quedara. Yo quería, en realidad, los libros que Carlos se llevaba, no los que dejaba. Y este es otro fundamento: si uno va a tener un amigo que lee, más vale que los libros que ambos salven del diluvio sean los mismos. Es una prueba infalible de acierto en la elección.

Cerca de las tres nos despedimos. No hubo lágrimas. Carlos dijo que no estábamos en un momento climático ni nada por el estilo, que nuestra cultura es aristotélica, necesita una dramaturgia, pero que la vida es chejoviana, un proceso sin ascensos ni declives (cualquiera que lo conozca sabrá que estas son sus palabras).

Todo resultaba simple. Entender esa simpleza, meter la cabeza a fondo, el pensamiento en frío, te hace paladear, de golpe, la cobardía de tu dolor, el signo de una raza, la edad de un pueblo. Carlos desapareció por una puerta de cristal y yo me fui caminando hasta la avenida. Llovía suavemente y en la carretera crecían los charcos. De un lado y de otro, los carros iban y venían. Las gomas, rodando sobre el asfalto, levantaban el agua y mis zapatos se manchaban lentamente, con el churre de su propia velocidad.

A la derecha se extendía el muro del aeropuerto. Nada se parece más a los muros de una cárcel que los muros de un aeropuerto, es la semejanza estética de los opuestos. A la izquierda no había muros, pero sí un descampado yermo y una línea ferroviaria oxidada, sin tren, ni humo, ni estación. No obstante, si hay algo que Carlos no dijo, y yo sé, es que nuestra cultura puede explicarse aristotélicamente, que el dolor, al menos el dolor del hombre moderno, por no decir todo el dolor de siempre, es chejoviano, absolutamente chejoviano, pero para vaciar nuestras vidas de drama, tiene que haber un depósito donde colocar semejante carga. ¿Cuál era la elipsis de nuestro relato? Si la significación de la despedida no estaba en nosotros, si no estaba ni en el muro carcelario del aeropuerto ni en la vía férrea, si no estaba en nuestra última conversación frontal sobre los libros, si no estaba ni en mi soledad ni en su futuro, no podía estar tampoco demasiado lejos.

Busqué afanosamente durante un rato, y vi que la explicación de mi dolor, el dolor de la pérdida, estaba arriba, en el cielo. Vi que el dolor del país era aquel manto que lo sobrevolaba, y que de aquel fresco a medio hacer una porción breve, pero nada desdeñable, me pertenecía. No era un cielo común, sino un cielo constreñido, un cielo apretujado, como si lo estuvieran comprimiendo por los límites, como si un par de gánsteres lo estuvieran torturando y reduciendo a un espacio más pequeño que su tamaño natural. Y este esfuerzo, por supuesto, repercutía en su color, un tono amoratado, de claustrofobia y asfixia, el cielo como una mujer golpeada por el marido, un hematoma en ebullición, o una ampolla de agua que se ha puesto inservible y vieja para despistar.

Tomé un taxi. Me bajé en la Calzada del Cerro y busqué rápidamente un teléfono público. Yo necesitaba comprobar que mi amigo no estaba en Cuba. Marqué una tarjeta. Marqué su número. El número que más había marcado en los últimos años y que de pronto dejaba de tener sentido. Un timbre, dos. Nadie contestó.

En la foto: Carlos Díaz, tomada por Iroko Alejo

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