Un duro de matar

Oscar Cruz es, cómo decirlo, el guapo de la poesía cubana. Cualquiera que lea La Maestranza, su último poemario, lo puede comprobar. Con esto no quiero decir que haya habido guapos anteriores y que OC sea el más guapo entre los guapos, es decir, que viene a coronar una tradición, sino que nunca ha habido ninguno y que lo que OC ha hecho es justamente ensanchar las fronteras: permitir que la poesía cubana entre finalmente a un salón que la inmensa mayoría de nuestros poetas ha ninguneado, y que, por otra parte, los pocos que lo han querido abrir, se han topado con que esa puerta no cede por fuera.

Porque Oscar Cruz está dentro, por supuesto, y esa es la diferencia. Quizás habría que escarbar un poco –Martí, por ejemplo, me parece que tiene lo suyo, o Manzano el esclavo, y su soneto Treinta años– pero no recuerdo ningún caso supremo dentro de la tradición literaria cubana de poeta enojado, de poeta rabioso, pero no rabioso cualquiera, que los hay, sino rabioso fajarín, con la camisa rota, manchada de durofrío, los puños en alto, el labio inferior partido y sangrando.

Está la barata bravuconería ideológica de muchos conversacionalistas, que le plantaban cara al imperialismo no como si el imperialismo arrasara pueblos, sino como si les hubiera levantado la mujer, o está Barnet, que dice que todos nos vayamos a la mierda, que él está ocupado empujando un país (¿qué pasa?, ¿no arranca el motor?, ¿hay alguien al timón?, ¿o Barnet está empujando un carro que nadie maneja?). Pero nada de esto, como se sabe, es poesía.

Están esos poemas breves de Pedro Juan Gutiérrez, que pululan por la red, que cualquiera ha leído, y que no los traigo a cuento precisamente por su calidad, sino porque nos ayudan a nombrar por aproximación, ya que todos tenemos una idea más o menos hecha de quién es o qué hace Pedro Juan. Demostrado. Es el típico farfullero. Que no tira un piñazo, que no le da una puñalada a nadie. Que mira desde la ventana de su casa en Centro Habana lo que ocurre en Galeano o en Virtudes y luego va a Miramar o a 17 y H y lo cuenta como si él hubiera sido el protagonista, y los modositos, asustados, se lo creen.

Bien. En La maestranza, OC dice lo siguiente: “tiene un buen cuchillo/ y abre ese cuerpo que es la realidad/ y ve cómo prosperan allá dentro/ no gusanos sino hombres y mujeres/ inservibles. no podría encargar/ toda esta mierda a otras personas./ instruirle proceso a las palabras/ dándoles forma tal que su hedor/ musicalice una tragedia donde soy/ protagonista.”

Desliteraturizar es un acto ya canonizado, y, para mí, fácilmente ampuloso cuando se pretende innovador. Aquí, no es que OC desliteraturice, porque no parte de la literatura y desaprende. No tiene que desaprender, porque nunca aprendió. Cierto: no le instruye proceso a las palabras, pero sí a los actos. Sus palabras son “duras, precisas, contundentes”, pero sobre hechos volubles, caprichosos, absurdos. De Magela reseña: “un silo de concreto/ le pasaba por encima borrando de golpe/ su belleza.”

La tragedia es cotidiana. OC no vendiéndose como el testigo excepcional, sino más bien como el reportero que arriesga poemas a ritmo de noticias (“la miseria no está escondida/ en los suburbios/ (…) está/ acomodada en sus casas junto a ustedes/”). En La Maestranza, la tragedia tiene tal carga de violencia que no puede ser metafísica, y es, sin embargo, tan inasible que no podríamos contabilizarla. Ni en muertos, ni en daños, ni en causas. OC no se queja, y cuando siente que se va a quejar, entonces pelea.

Para sus personajes, para los tristes fantasmas cubanos que pululan por las páginas de La Maestranza, hay compasión, benevolencia, hasta ternura. Consigo mismo, suele ser irónico, mordaz. Esto no es sorprendente, y es, tal vez, la zona menos reveladora de su libro. No menos honesta, incluso no menos necesaria, pero la que asume la retaguardia.

Cuando no habla de sí, y cuando no habla de otros que son como él, OC está entonces intentando dejar claro cómo es que no quiere ser. Esto es: ya que se ha puesto a escribir, que el establishment literario no lo absorba. Esto es: ya que se ha puesto a escribir, y que la escritura es siempre una molestia, entonces plantemos cara.

Si bien todo el poemario es pura audacia, es aquí donde OC fija –y derriba– al enemigo concreto: la Bella Poesía Nacional. La aristocracia del verbo. Esos descendientes de descendientes de descendientes que cuando se ven con el agua al cuello, meten mano del salvavidas Orígenes, de Fernando Ortiz el cocinero, y también de un largo etcétera canonizado, con desfachata impunidad. Esos epígonos risueños que nos suelen como norma inspirar rabia. Pues OC trabaja con la rabia, trabaja con el asco, los escupe, los provoca, los avasalla, y el gesto, sin embargo, que nos queda, es también de amor, y de profunda desolación y valentía. Sobre todo valentía (porque decir que OC es solo un guapo, es ya decir poco, es reducirlo).

La Maestranza es muchos libros a la vez, todos magníficos. Es la construcción de la Torre –o la Catedral– de Oscar Cruz. Es decir, de su poética. Es también el work in progress de dicha construcción: una minuciosa reseña de los estragos y disturbios que provoca esa tarea dentro de los potreros de nuestra tan nacional literatura. Es también el desacato ante la imposición libresca de los padres fundadores: Lezama, Guillén. Es el pacto, íntimo, firmado con Lezama, donde OC se atreve a susurrarle (este poema o misiva es el único en el libro que parece colado de contrabando, no escrito para que lo leamos nosotros, sino el propio Lezama desde algún lugar) que “no es que deseche sus notables instrumentos”. Es que, bueno, esos son los suyos. Parecería una obviedad, si no fuera porque todavía crecen, como marabú de librerías, decenas de lezamianitos disciplinados, tan délficos ellos, tan órficos, tan tóxicos, tan peróxidos, tan peluches.

Oscar Cruz –apuntemos– es santiaguero. Y La maestranza es un libro cocinado en la pura y dura canícula del Oriente. Un libro ambientoso, pero generoso con los suyos, con los de su plante, que no es otro que el de la escritura real. Pensemos la escena: el cabrón del aula, que se para en medio de la clase, que suelta una barbaridad como esta: “de arriba a abajo/ la misma cuestión:/ tener cojones o no”, y todos, absolutamente todos los alumnos, el inteligente, el distraído, el que le carga el bolso a la maestra, el que borra la pizarra, el que anota con cruces a los que se portan mal (futuro cederista), el que siempre alza la mano, el que forra las libretas con nylon, se hunden en el pupitre y se cagan de miedo.

Dentro del sistema educativo que es la literatura cubana, La Maestranza ha sido escrita desde una escuela de conducta. Oscar Cruz es el más importante poeta de su generación, pero es también un gran poeta, a secas. Y esa indisciplina tiene su precio.

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