Vallejo

Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: Todavía.

Gonzalo Rojas.

 Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado.

Ciro Alegría.

Hace noventa años, el 13 de julio de 1923, procedente de Perú, luego de veintiséis días en el mar a bordo del vapor Oroya, César Vallejo arribó a París. Vestía un traje ajado, un águila herida atravesaba el arco turbulento de su frente, un cóndor viejo pernoctaba en sus ojos, y en los bolsillos guardaba una moneda de quinientos soles.

Hay ahí una señal. Quinientos soles -un manto inagotable de pobreza- fueron suficientes para escribir la poesía más poderosa de una época, los versos más subversivos e impresionantes de un idioma. La verdad es que hasta hoy hemos seguido escribiendo por ambición. Todos, absolutamente todos, podríamos habernos callado después de César Vallejo.

Si Rayuela, decíamos, es un libro que hay que leer con menos de veinte o veintidós años, así como el resto de la literatura, Vallejo debería, por fuerza, leerse con ochenta o noventa, lo último que hiciéramos en la vida. De lo contrario, se corre el riesgo de algo que yo estaría tentado a denominar lucidez, temprana lucidez, pero que, en nombre de la modestia y las buenas costumbres, consentiremos en llamar simplemente recelo, precaución ante el arte y desconfianza hacia la belleza. Hay que tener cuidado a la hora de llamar poeta a alguien después de leer a Vallejo. No solo por la calidad, sino también por la intención, y por el sacrificio.

¿Es la poesía un oficio de aprendizaje, de buenas maneras? ¿Es la poesía una vocación? La exigencia poética ha situado el listón fuera del acercamiento lógico a la literatura y los libros. Es el único arte que cristaliza y adquiere magnitud únicamente viviendo. Para poetizar hay que perderse del mapa (no del geográfico, sí del legal), andar con quinientos soles en el bolsillo. Ese es su entrenamiento. Un céntimo más y estaremos cobrando por una labor que en la medida que empieza a solventarnos, empieza también a morir.

Yo estoy en contra del cliché del poeta hambriento y vagabundo, del escritor bohemio per se, pero no veo la poesía como un estamento social. No hay que resituarla, hacer que valga más, “cuesta una enorme cantidad de dinero ser pobre”. Lo que se logra desde quinientos soles luego resulta impagable. Fíjense que el hombre ha puesto precio incluso a Picasso o a Goya, los ha colgado en la pared y ha extraído del óleo una cifra, pero no ha podido cosificar ningún poema importante. No podría privatizarlo, impedir la reproducción íntegra de su valor.

Vallejo decía que no era necesario leer mucho. Vuelvo al mismo punto que me obsesiona. Uno de los mayores hallazgos poéticos es ese que permite y precisa el desconocimiento de las tradiciones y las técnicas, pero que aún así las violenta, las hace prosperar hasta alturas no recomendables. Alturas que producen vértigo. Este método es un infalible detector de mentiras. Eficaz como un baile que no es baile o una música que no es música. Tocar el piano sin asistir a clases, o pintar sin noción clara de la perspectiva o el volumen, y finalmente acertar.

¿Cuál es el signo? La sabiduría desligada del conocimiento, la ciencia que no es dato, que no es ecuación ni historia. La poesía es también el único arte esencialmente divorciado de cualquier enseñanza, por eso es el animal más raro y puro, y el muro contra el que más mentecatos se estrellan. No importa cuánto merodeen o se encumbren, ningún farsante se arropa demasiado tiempo en la piel de la palabra. La estufa se prende para los embusteros.

Hay tres arquetipos modernos. Uno es Rimbaud, el poeta precoz que infiere y desaparece. Otro es Mallarmé, que opera el verbo, y abre sus parietales desde una experiencia previa: la lectura de todas las cosas dichas y por decir. Otro sería Pavese, que se suicida en 1950, mirando fijamente los ojos de Constante Dowling. Estos tres filtros -la fuga juvenil, la consagración monástica al lenguaje y la locura física- destilan la poesía tal como la conocemos hoy. En Cuba -echemos un vistazo fugaz- tenemos a Heredia, Lezama y Casal. Y tenemos, además, a Martí, que es todo a la vez. Echó a correr, leyó como nadie y fue un suicida ejemplar.

Lo determinante en Martí es que agotó las tres posibilidades, así como lo determinante en Vallejo es que no agotó ni personificó ninguna. Vallejo es el único gran poeta de la lengua española que no siguió alguna de las rutas contrahegemónicas de la modernidad. No se parece a Darío, y sí se parece en algo a Whitman y a Baudelaire, pero por providencia, uno no puede afirmar con certeza que Vallejo le deba a alguien. Había un dolor, en su fisonomía andina, anterior a su edad, a su vasta erudición (no nos confundamos), y al germen lunático que habita siempre en la miseria. La juntura de su cuerpo estuvo reforzada con perfidia. Sus cartílagos, sus huesos, sus músculos estuvieron revestidos de angustia. Dios mismo apretó las clavijas durante la composición biológica de Vallejo.

Trilce, por ejemplo. Qué ubicación podríamos darle dentro de la historia más o menos encauzada de la literatura contemporánea. Ante Trilce, el resto de la vanguardia hispanoamericana queda ridículamente reducida. Fervor de Buenos Aires se vuelve un soplo. Y hablamos –hágase silencio- de Borges. Un libro progresista, como debió serlo Altazor, deja ver a cada paso su efectismo y su bulla. La sombra de Trilce, publicado nueve años antes, cubre el futuro inmediato como un pájaro altanero y egoísta. Girondo, tan chillón, parecerá luego un agitador de ferias.

Los únicos reductos que Vallejo perdona y deja con vida dentro de la vanguardia son la sencillez disimulada de Neruda y la musicalidad de Lorca. La nostalgia iniciática del Borges juvenil solo podrá ser salvada años después por el Borges adulto, que vuelve como un forastero a rescatar su pasado. A su vez, si giramos la lupa, el dadá y la escritura automática nos parecerán procesos netamente conscientes, o de una inconsciencia estéril, para el caso lo mismo. The Waste Land es sin dudas un contrincante de mérito, pero siempre en base a una diferencia: Eliot recrea un derrumbe y Trilce propone un florecimiento. No hay mayor ejemplo de libertad creativa o de aniquilamiento orgánico de un idioma durante el período entreguerras que César Vallejo, escribiendo no desde Europa, sino desde una cárcel municipal en Trujillo, un lugar que todavía hoy nadie sabe dónde queda.

Luego diría: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética (…) ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo!…”

A mí me sigue llamando poderosamente la atención que Thomas Merton, desde los centros rectores de la cultura occidental, haya proclamado a Vallejo como “el más grande poeta universal después de Dante”. No porque no lo sea, y no porque tales definiciones no sean infructuosas, sino porque Merton era estadounidense y Vallejo peruano. Ubiquémonos. Cuando Dante murió, los incas no existían en la geografía o la memoria del mundo conocido, y Santiago de Chuco sería fundada siglos después.

Hay otra señal aquí, que lo hace más poeta y más inconcebible. Si observamos la correlación de fuerzas actual, cabría preguntarse desde qué escenario que no sea un escenario alternativo se legitima la cultura latinoamericana, no digamos ya la peruana, o la serrana. ¿Quién es, pues, César Vallejo? ¿Quién era cuando arribó a Europa el 13 de julio de 1923, para nunca volver? Tal vez un botín ni siquiera explicable por la diversidad, la esperanza o el destino que los latinoamericanos creemos merecer.

Si lo leemos pronto, los demás poetas parecerán luego menos de lo que en realidad son. Es como la sorpresa que el idioma nos tiene preparado para el final. Un animal tembloroso que escribe de pie sobre las lindes, envuelto en la penumbra de la sombra, mojando la voz en la tinta de su sed.

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