Variaciones sobre la muerte

Tengo la psicosis de no salir nunca a la calle sin un libro. He cargado con mochilas o con bolsos solo por llevar algún ejemplar conmigo. No sé por qué lo hago. Nunca he sabido leer en sitios públicos ni en salas de espera. Pero un libro al alcance es mi forma de apaciguar el catastrofismo.

Nada me da más miedo que morirme. Dice Javier Marías, en la tercera parte de Tu rostro mañana: “Uno no lo desea, pero prefiere que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo.”

Bueno, ese soy yo. Miro todos los semáforos, no me siento en los contenes, sudo frío y me desespero cuando pienso que perfectamente puedo morir antes de los treinta. Nada me deprime más que las muertes casuales, las injustificadas, las tontas. También las sorpresivas. Me deprimen más que las muertes sádicas o violentas.

No olvido aquel cuento que escuché en el servicio militar. Un hombre que salió a caminar en Navidad y lo alcanzó la bala que alguien había lanzado al aire. O los fallecidos de Centro Habana por las últimas inundaciones. Diluvio custodiado, antes y después, por días de furioso sol. Es particularmente rabioso que te mate la ciclotimia del clima.

Me digo que no quiero que la muerte me lleve sin antes haber escrito lo que quiero escribir y todavía no sé, pero también es mentira. Las más de las veces, cambiaría cualquier cosa que pudiera escribir por no morirme. Y siempre que salgo a la calle rezo porque ese día –que es el día de alguien, pues siempre los días son de alguien– no sea el mío.

Solo leyendo, solo entregado al vicioso ejercicio de leer, he logrado situarme por encima de la muerte. Eso también es un conocimiento. Pasajes o conjuros que te fortalecen. Sintaxis que demuestran que la muerte, o su idea, también pueden ser domesticables, y que realmente no es tan drástico morirse. La valentía es una de las más conspicuas formas del fanatismo.

Un libro en el bolso es como un fusil contra los demonios metafísicos. No hace falta leerlo. Él va disparando contra mi cobardía, cubriéndome las espaldas, mientras yo ejecuto las cuestiones prácticas. Comer, tomar un taxi, meterme en un barril. La falta de deseos es también la falta de antagonismos. Por eso creo que mi mayor acto de bondad para con el resto sería simplemente aspirar a no morirme.

Pero alguien que solo aspira a no morirse es un estorbo, y merece morir. La única manera de no morir del todo sigue siendo la de haber cultivado al menos un propósito. Haber dicho aunque sea una vez: que pase lo que sea, pero arriesguemos.

Después de leer Paradiso, estuve par de meses cargándolo en el bolso. Yo había sido Pablo de Tarso, y Lezama terminó mandándome a su guerra. Alguna vez, Severo Sarduy señaló con vehemencia que él no era más que un asteroide girando alrededor de la galaxia Lezama, una pequeña nota al pie en la era Lezama. Me pareció, en su momento, que Severo se valoraba demasiado poco. Que yo no diría eso de nadie, que yo soy mi propia galaxia.

Hoy, si no fuera Severo quien lo hubiera dicho, me habría parecido un acto de soberbia aspirar a tanto. Dicen los que lo han vivido que el vértigo de mandar la trascendencia al carajo es mejor y dura más que cualquier eternidad.

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