Víctor Mesa

Después del fiasco, saltan las evidencias. Aunque en Cuba tal cosa no signifique demasiado, ha empezado a circular por las redes un video donde Víctor Mesa despoja con un gajo a Joel Suárez antes del sexto juego del play off contra Pinar del Río. A pesar del exorcismo, Suárez no pasó de la primera entrada. Habitamos lo paroxístico. En tiempos de crisis, de seudopensamiento oscurantista, las religiones emergen como ciencia. Puedo entender que alguien se haya insultado, pero a mí, al menos este incidente en particular, me ha provocado mucha risa. No es causa de nada, es un efecto, una nota de color.

Víctor Mesa se ha vuelto, al menos en apariencia, un hombre muy antipopular. Logró poner a toda Cuba, que no se pone de acuerdo en nada, en contra de su persona. El país asintió satisfecho, y rugió incluso con mayor arrebato cuando se miró a sí mismo y notó semejante unanimidad, por primera vez espontánea.

Se le achaca lo de siempre: que humilla a sus peloteros, que dirige tras bambalinas a los títeres de la Comisión Nacional, que ofende a los árbitros y los sopapea, que destaja a diestra y siniestra. Ya, en el colmo de las atribuciones, presa de la euforia después de su segundo y a la postre último triunfo contra los pinareños, declaró que así sí valía la pena responder preguntas, en una conferencia de prensa decente, y no a estudiantes de periodismo que no entienden de lo que hablan.

No sabemos bien por qué en ese momento Mesa se la tomó en grande con los estudiantes de periodismo, cuando, si quería tomárselas con alguien, se las podía haber tomado con casi la totalidad de los periodistas que tenía enfrente. Primero por hacer preguntas tan malas o, en su defecto, complacientes. Segundo por haberle seguido preguntando allí donde el decoro elemental indicaba, si es que a la prensa le queda alguno, que el director matancero merecía la más absoluta de las indiferencias. Y tercero porque –ingenuo él si no lo supo- esos periodistas rezaban para que perdiera.

Abjuramos de Víctor Mesa porque lo creemos distinto, pero lo que en realidad nos acoquina es su virtud capsular, la capacidad que tiene para contener en sí los pros y los contras de los dos o tres conflictos esenciales que padecemos. Es el resultado de lo que somos.

Si quieren un reflejo de nuestra falta de rigor, ahí lo tienen. Su lengua suele ser más rápida que su cerebro. Ignora la sutileza. Está dispuesto a sacar rápidamente una conclusión allí donde sería más prudente titubear, repetirse la pregunta. Es venático. Precisa endilgarles definiciones tremendistas a sus detractores de la misma manera que sus detractores lo nombran -vaya disparate- diablo, o demonio. Cree que dirigir un equipo de pelota es la empresa más difícil del mundo, casi exactamente como los miembros del remoto de la televisión, que siempre se autofelicitan por el esfuerzo, o como los periodistas que se tomaron en serio la frase de García Márquez y piensan que su oficio es el mejor.

Si quieren un reflejo de nuestras lógicas de poder, ahí lo tienen. Se atreve a opinar de cualquier tema, emite constantes juicios de valor. Habla como un prócer a caballo. En ocasiones, quiere hacernos creer que su improvisación esconde algún tipo de método. Ante los micrófonos, maneja a sus atletas como si fueran objetos (le dice a Santoya: “dale, muchacho, responde un poco de cosas ahí”). Deja claro todo el tiempo que son sus subalternos. No permite señalamientos, no admite errores ni culpas. No parece pensar en la estima del otro. Desconoce lo que es el fuero interno del prójimo, o que la gente puede experimentar, después de sus rapapolvos, sensaciones como la vergüenza, o la pena. Declara, por ejemplo, que Joel Suárez es un cobarde, o que Alexei Bell ha perdido el brazo, y sigue de largo. Criterios que si lo esgrime un periodista serio entonces le parece que desmoralizan al equipo.

Aunque, y aquí podemos empezar de cero, Víctor Mesa no le está pidiendo a la prensa cubana nada que la prensa cubana no haya hecho antes, nada que otros no hayan exigido y la prensa no haya acatado con disciplina. Mesa pretende que el periodismo esté en función de la moral de los peloteros, y no en función del propio periodismo. ¿Por qué lo condenamos?

Si quieren, por otra parte, un reflejo de lo que por no discernir hemos terminado dilapidando, pues ahí también lo tienen. Víctor Mesa alcanza resultados a muy corto plazo, es eficiente. No se anda con rodeos. No es demagogo. Llega a la Serie del Caribe y es el único directivo que se encarga de que a los peloteros les paguen lo que les tienen que pagar. Allí donde otros se limitan a la cantinela del terreno y la última palabra, allí donde otros se escudan en el moralismo consensuado y admitido, en la nadería como estilo, Víctor Mesa arriesga criterios y pone la carne en el asador. Allí donde otros se privan del carisma, Víctor Mesa se explaya. Allí donde todos se parecen, Víctor Mesa resalta, y eso tiene un precio. Allí donde otros se inventan personajes -como el lacónico Vargas, que de pronto desata su Mr. Hyde, se arranca las vestiduras y le dice al principal hasta del mal que va a morir-, Víctor Mesa es como es, hasta lo último. Y yo, hastiado de máscaras, se lo agradezco.

Este año, por ejemplo, la andanada de acusaciones correspondientes no pasó de la especulación. Víctor Mesa no cometió, hasta donde sepamos, como si cometieron otros, violaciones flagrantes. No protagonizó ningún escandaloso desatino hasta la final, instancia en la que evidentemente pierde los estribos. La presión lo reduce, pero lo reduce porque ama el béisbol como ninguno de los que lo rodean. Si la Comisión Nacional poseyera un mínimo de orden, no le permitiera las constantes cargas al machete, sus infantiles a degüellos con todos y contra todos, y los estropicios que con ello sobrevienen.

Pero sigamos. Nadie tiene una prueba de que haya enviado a Demis Valdés a combate. Fue, al contrario, el único que mostró neuronas esa noche. No de Paula. No Moré. No los emisarios de la Comisión. Nadie puede asegurar que fue él quien determinó la sanción de Freddy Asiel Álvarez. Nadie puede decir, sin pataleta, que la serie estaba arreglada para Matanzas. Como vimos, estaba arreglada a tal punto que Matanzas no ganó. Este año nadie vio a Mesa propasarse con los árbitros, gesticular más allá de lo humano y permitido. No mandó a su equipo al dogout como el correcto Roger Machado. Llegó a Pinar del Río y se puso su sombrero y sonrió diligente.

Adaptados a las elucubraciones paranoides, hubo un momento, cuando parecía que ganaba, en el cual solo nos faltó atravesar con pancartas la Plaza de la Revolución y proclamar que Víctor Mesa encarnaba al imperialismo. Aseguramos, con la boca llena, que es mal director, pero no hay hoy en Cuba un semejante suyo que parezca conocer tanto a sus peloteros, que maneje a los lanzadores con tan regular acierto, que huela virtudes, moldee talentos y exprima posibilidades de modo tan preciso. Posee una fina intuición. No hay nadie tan táctico y solo el afable Urquiola parece tan o más estratega. Un director es cosa de meses y la afición quiere definirlo por una jugada.

Los timoratos creen que con dos manoteos ya humilla a los atletas. Yo llegué a recibir más de un cintazo de mi madre, incluso en plena calle, y jamás me sentí humillado. Había todo un recorrido anterior, mil amparos que se lo permitían. No tenemos una mínima idea de la relación previa e íntima que se ha creado entre el atleta y Víctor Mesa, ignoramos lo que Víctor Mesa ha logrado anteriormente, la gestión que ha hecho, la comunicación que ha establecido, y que en ese instante le permiten manotear sin que el otro se sienta humillado. Desconocemos las cláusulas de tales contratos y nos permitimos opinar.

Lo irónico es que si mañana dirige en cualquiera de las provincias que hoy lo abominan, incluso La Habana o Villa Clara, los parciales van a olvidar sus males. Lo defenderán a ultranza. Ya lo veremos, es como si necesitáramos siempre la aberración de un guía pulcro. En el colmo del sinsentido, llegaron a decir que el equipo de Matanzas merecía el triunfo, pero Víctor Mesa no. Yo soy matancero, y Mesa no solo merece el triunfo más que Matanzas, sino que lo merece más que cualquier otra provincia o cualquier otro director, excepto, ya sabemos, Urquiola.

No es, ni mucho menos, un hombre antipopular. Es un caudillo, y allí adonde llegue le harán legión. Los improperios que le gritan se lo gritan a distancia. Su omnipotencia merece fuste, no esta bulla parapetada. Yo, por mi parte, le debo lo que soy. Fui, siempre, el lugar catorce o el quince o el dieciséis, y Víctor Mesa apareció y me puso en postemporada, en dos finales, dentro del podio durante tres años, y eso, lógicamente, implica una deuda de gratitud. Mi condición es la del hijo de campesinos analfabetos que de repente puede estudiar y hacerse médico sin pagar un centavo.

Víctor Mesa, en cambio, si no recula la actitud, pudiera ser el nuevo orden, que te saca del oprobio, te prepara para la cima, pero la cima no llega, el orden envejece, pierde facultades, se vuelve incapaz de lidiar con la derrota, y entonces, si le muestras ambición, te recuerda a toda hora que te sacó del sótano. ¿Les suena familiar? ¿Les suena?

En el pueblo hay muchos Víctor Mesa, pero nosotros criticamos lo que nos conviene.

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