¡Wow! Estoy aquí

Foto: Jorge J. Pérez Cortesía: Quinqué

Foto: Jorge J. Pérez Cortesía: Quinqué

Si los cubanos creyésemos que hemos padecido un solo quinquenio gris, o decenio negro, deberíamos reparar por un momento en la antediluviana testarudez con que los organismos concernientes manejan el tema del deporte. Durante los últimos quince años, Cuba ha fomentado la exasperante cualidad de echar por la borda, a base de soberbia, lo que le costó casi cuarenta construir.

La semana pasada Yoandri Díaz, y el incomparable Wilfredo León, pidieron sus respectivas bajas de la selección nacional de voleibol, por lo cual la federación de la disciplina decidió sancionarlos. Pero León y Díaz no son más que los últimos sobrevivientes de una armada ilustre, subcampeona mundial en 2010, que a cuentagotas ha ido emigrando hacia los campeonatos europeos. Son decenas los deportistas cubanos que lo hacen cada año, amparándose en cualquier lugar, y a uno le parece que abandonar el plantel, semanas previas a la World League, fue una decisión lógica y hasta cierto punto justiciera. ¡Tan hartos debemos estar!

En cualquier caso habría que reconocerles, sobre todo a Wilfredo León, el fenómeno más impresionante del voleibol contemporáneo, su fidelidad por tanto tiempo al país, y su entrega en la cancha únicamente para que a la vuelta lo recompensen con moral y con dignidad. Su pérdida es irreparable, pero la causa de su pérdida es una causa tan evidente, tan absurda y demorada, que ha cargado con atletas de incluso mayor valía. No es un fenómeno aislado, ni el inicio de una situación sospechosa, y la afición cubana ha asimilado la noticia con absoluta dejadez. La costumbre, dixit Durcal, es más fuerte que el amor.

Hoy, lo que para un deportista significa la pérdida de sus derechos nacionales, para los artistas representa exactamente lo que debe representar. El simple afán de probar tu calidad personal en otras latitudes y, si te es posible, de llevar tus raíces contigo. Nada de traición, ni de estigma, ni de lastre, tal como a una nación civilizada le concierne. He ahí la diferencia entre Abel Prieto y los impronunciables ministros del INDER.

Repito una idea que me parece elemental. El amateurismo, si asume el deporte como un fenómeno integrador y de realización cultural, no admite prácticamente ningún reparo. Pero el amateurismo como clara expresión política, es decir, como filosofía que desprecie o que anule cualquier matiz de profesionalización, termina en francas zonas de inmovilidad. Terrenos yermos, pletóricos en retóricas y falsos discursos. Cuando un discurso hace una lectura tan desacertada de la realidad, sea cual fuere su fin, no es un discurso ingenuo, sino un discurso contraproducente y muy probablemente reaccionario.

Al máximo nivel, el deportista amateur significaría, más que la práctica libre del ejercicio físico, la devaluación y subestimación del deporte como arte o como actividad social. Lo amateur se basa en el entusiasmo, no en el rigor. A Alicia Alonso no se le ocurriría montar Giselle para que lo bailara una brigada de costureras, por muy embulladas que estas estuvieran. Ningún chofer, ningún albañil o secretario ha tocado nunca un instrumento en los Van Van. Porque entonces ni el ballet cubano, ni Juan Formell, fueran precisamente lo que son.

El despertar paulatino de la sociedad cubana ha olvidado al deporte élite y sus más urgentes conflictos. Comparemos. José Ariel Contreras regresa a Pinar del Río y Dayron Robles se retira. El regreso de Contreras sin que nadie lo estigmatizara responde a un orden diametralmente opuesto al orden que no se ocupó de Robles, que no le pagó lo que le tocaba, y que lo saturó desde los medios de comunicación con un endiosamiento que tampoco merecía, como si Cuba fuese República Dominicana y Robles nuestro Félix Sánchez, es decir, nuestro único campeón olímpico o recordista mundial.

Con Robles, además, se marchó su entrenador Santiago Antúnez, evidentemente molesto, amargado, consumido. Bastante debía tener Antúnez con los retos deportivos para batirse también con directivas políticas. No importa lo que haya dicho en sus declaraciones, ya sabemos cómo funciona nuestra opinión pública.

Pero el privilegio que le fue concedido a Contreras, que no es un privilegio, sino un derecho natural, le llegó a través de la reforma migratoria, es decir, tangencialmente. Sería demasiado una cláusula exclusiva que prohibiese el retorno de los sujetos que una vez llamamos héroes, y que desviaron el rumbo luego de que el gobierno cubano los formara como atletas de alto rendimiento sin cobrarles un solo centavo.

Sin embargo, esa razón, en vez de ondearla como deuda impagable (nada es impagable), debería ser el argumento primero mediante el cual se abriesen las vías necesarias para que los talentosos deportistas cubanos ingresaran dinero al país y viviesen una reconciliación ya ineludible con el suelo al que en definitiva pertenecen.

Cuba no va a llegar adonde pretende, ni alcanzar todo lo que una vez se propuso, si no es capaz de entender a plenitud la absoluta coherencia entre dos respuestas del Duque Hernández, a dos preguntas predecibles. ¿Qué siente por Industriales?, le dijeron, y el Duque contestó que esa era la pelota que le gustaba, la pelota de su idiosincrasia, la que lo dio a conocer.

Y luego, al pedirle que rememorara un momento impresionante de su carrera, respondió: “Sí, creo que un momento muy especial fue cuando entré al clubhouse de los Yankees. Y dije ¡Wow!, estoy aquí”. ¿Vemos? Es simple. Basta con no impedirle a la gente que intente llegar al sitio donde se imaginaron de muchachos.

Foto: Jorge J. Pérez (Tomada del Quinqué)

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