Yo (no) me muero como viví

Václav Havel, el dramaturgo seguidor de Frank Zappa que luego fuera el último presidente de Checoslovaquia y primero de la República Checa, aplicó en su momento una teoría que me parece significativa, y que llamó “poder de los impotentes”. Esto es: actuar como si nada estuviera sucediendo.

Cuando la medianía de un contexto impone discusiones que no tendrían por qué tener lugar, aplicar la idea de Havel sigue siendo lo más recomendable. En dos años y medio de columnas, usualmente he tenido la impresión de que varios lectores intentan colocarme en algunas de las esclusas que ya tienen concebidas para todo aquel que opina y se expresa sobre Cuba y sus pormenores.

En sus extenuantes ejercicios de interpretación, insisten en encontrarle un doble fondo a lo que escribo, qué me traigo entre manos, adónde quiero llegar con lo que digo, qué tipo de lucro o de estatus pretendo alcanzar con determinado discurso. Pasándose de listos, supuestamente astutos, cometen con asiduidad la imprudencia de profetizar.

No voy a caer en el exceso de decir que no estoy en ninguna esclusa, porque en alguna debo estar, pero desde el momento en que un lector cree que mi práctica de la profesión no es un fin, sino el medio con el que pretendo llegar a ciertos puestos, yo entonces sigo actuando como si nada estuviera sucediendo.

Hay, en ese enjuiciamiento constante, una idea de país que francamente detesto, y que si comenzara a prestarle atención, tendría consecuencias nefastas, porque entonces ya me estaría expresando en relación con esas posturas. Y yo intento hacer periodismo en Cuba, pero justo como si Cuba no estuviera sucediendo. Hacer periodismo en Cuba, bajo los presupuestos (incluso filosóficos, no ya políticos) de Cuba, es simplemente no hacer periodismo.

La semana pasada, una de los porristas ideológicos que me comenta con frecuencia, pareció darse un par de golpes en el pecho y proclamar, satisfecho, que mi ida a Miami estaba cantada, y que todo lo que yo había hecho o deshecho en mi país apuntaba, más tarde o más temprano, a eso: a asegurarme privilegios en el exilio.

Lo primero que habría que decir es que muchos de los que emigraron fueron más bien expulsados, y se largaron cuando no les quedaba otro remedio. Lo segundo: que yo no he emigrado. Lo tercero: que mi regreso a Cuba no es algo de lo que haya que blasonar. No hay, en ello, mérito alguno. Y lo cuarto: que hoy no emigro, no tengo el más mínimo interés, pero puede perfectamente que mañana sí. ¿Quién sabe?

La eficacia o la impericia de mi trabajo, o mis opiniones, sea cuales fueren, no tiene por qué vincularse con el sitio donde he decidido permanecer. Las razones por las que ahora retorno son más reales, transparentes y definitorias que lo que un acusador podría entender. También más simples. No voy a rasgarme ninguna vestidura épica, no es algo que entre en el programa del “poder de los impotentes”.

Me gustaría que, los que emigran y los que no emigran, todos, no dieran nunca ninguna explicación (yo no las estoy dando ahora, no se dejen llevar por los espejismos). Son, las personas que exigen explicación, las únicas que no merecen que se les explique nada.

Cuba también puede ser, aún en un punto ínfimo, como decida uno que sea. Solo tendríamos que silbar, ligeros y distraídos, la melodía intrínseca de aquellos duros versos de Padilla: “Di la verdad./ Di, al menos, tu verdad./ Y después/ deja que cualquier cosa ocurra:/ que te rompan la página querida,/ que te tumben a pedradas la puerta,/ que la gente/ se amontone delante de tu cuerpo/ como si fueras/ un prodigio o un muerto.”

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