Historia íntima del béisbol cubano

Foto: Yariel Valdés

Foto: Yariel Valdés

Naces a unas cuadras del estadio. Desde el patio de la casa se ve el resplandor de sus luces contra el cielo nocturno. Alguien te dice (o debió decirte algo parecido) que ese es el mejor lugar del mundo. Te llevan al estadio. Irás muchas, muchas veces a lo largo de la infancia. Te sentarás por la banda de tercera y, a veces, detrás del home, abajo, desde donde el terreno se ve como una gran mesa de juego alfombrada. Irás, y comerás en las gradas tanto trigo con azúcar que terminarás vomitando la bilis y los granos rumiados te saldrán por la nariz, y entonces comenzarás a aborrecer el trigo azucarado, pero seguirás amando la pelota con la terneza de cualquier energúmeno de siete años. Pedirás ir al próximo partido, y al siguiente. Ya has salido derrotado de allí. Sabes que las victorias y las derrotas se dirimen dentro del diamante y que, por ahora, tú no estás en la alineación, pero sospechas que nada es lo mismo sin ti: tu presencia, de alguna manera, gravita sobre el destino del juego. Esta es apenas una intuición que no confiesas a nadie, sobre todo, porque a tu edad no sabes cómo expresarla. El equipo es un gran equipo. Eso crees, y es muy probable que sea cierto. Gana casi siempre que vas al estadio, y también la mayoría de veces por televisión. Si pierde, tú te dejas ir en un llanto lento que se va encabritando cuanto más tratas de contenerlo, hasta que se convierte en hipo seco que te sacude las lágrimas de los ojos y te denuncia ante los demás. Tu madre no dice más que estupideces: que los otros también tienen derecho a ganar, que hay que andar por la vida con dos bolsas…, que mientras tú lloras, ellos, los jugadores, están comiendo y bebiendo a sus anchas en el hotel, que la pelota no es más que un juego, que tienes que dormir porque mañana hay escuela.

Durante años sigues el juego por todas las vías: también te pegas como lapa a la radio, eres un obseso beisbolero. Memorizas cada line up, odias a Industriales, le temes a Santiago, tuerces el gesto con Las Villas. Eres feliz; eres infeliz. Amas a Omar Linares por sobre todas las cosas. Y tiene sentido: porque no hay nada ni hay nadie mejor que El Niño Linares. Una bruma de tu memoria envuelve a Casanova en el jardín derecho. Tu abuelo diciendo: “Mira, ese es Casanova…”. Apenas llegaste a tiempo para verlo antes del retiro.

Sospechas que nunca jugarás al béisbol más allá del barrio. No eres negro como tus ídolos y, para colmo, de vez en cuando te ponchas al suave. Creces. Pronto comprendes que la literatura es tan bella como el deporte, aunque mucho menos amable. En todo caso, ciertos alrededores de la literatura sirven para guarecerse del fracaso y la frustración. Cuando el béisbol no es más que un destino paralelo que avanza a tu lado, que observas a través del vidrio con pasión o desencanto, con virulencia o languidez, pero que ya nunca se cruzará de frente con tu propio destino; cuando el béisbol ya no es otra cosa que la vida real de los otros y una vida supletoria, imaginaria para ti mismo (pierdes o ganas, y se te vuelcan las vísceras, pero no eres tú quien lanza o fildea…); cuando el béisbol es solo un bulo, tu narcótico preferido, la literatura siempre es una posibilidad agazapada en la próxima esquina. A los 28, a los 40, a los 60 años, ya sin erección, ya con hiperplasia prostática, aún puedes ser un prospecto literario. El béisbol es para entonces, si acaso, un buen tema sobre el cual escribir.

Ahora ya eres demasiado viejo para la pelota y, al parecer, demasiado joven para casi cualquier otra cosa. Auster dice que se hizo escritor porque no pudo convertirse en el baseball player que soñaba; Padura, que quisiera ser Auster, dice que él también; es probable que a Roth le ocurriera lo mismo… Graciosamente, tú te has ido convirtiendo en nada.

Tal vez por eso seguiste, contra los dictados del buen gusto, el sentido común y la distancia geográfica, el último play-off de la pelota cubana. Por eso, o simplemente porque es difícil desembarazarse de la religión de tus antepasados, aunque la vida aconseje el cinismo y la incredulidad.

Hay una distancia sideral entre Casanova y William Saavedra, entre Linares y Donald Duarte, entre la salvaje displicencia de Lazo y la monástica efectividad de Torres. Pero eso, ya lo sabemos, no es triste porque es verdad.

Lo triste, te repites, porque es mentira, y esa nos la venden todo el tiempo, es que este sea el béisbol cubano. El béisbol cubano está en otra parte: fuera del país y, muy profundo, en las entrañas del país, pero jamás en lo que sueles ver a primera vista por televisión. No en la medianía y la desidia; no en los arranques de entusiasmo irreflexivo, en el pertinaz error mental, en el desentendimiento de los fundamentos; no en los desafueros impunes de algún manager, antigua gloria, con priapismo emocional; no en el torpor intelectivo y los automatismos propagandísticos de los relatores; no en la frecuente necedad arbitral; no en la inoperancia supina de unos directivos que, de todos modos, no son más que guiñoles sin nombre en el retablo desvencijado que es la isla.

El béisbol está, supones, en el interior de esos mismos jugadores, que con insolente frecuencia dejan de ser el doctor Jekyll para revelarse míster Hyde en cuanto se marchan de Cuba y van a jugar a otras ligas. Está en la afición, que aún se emociona porque insiste en abrir el duro caparazón de la Serie Nacional para lamer adentro la sustancia de un deporte que, en su mejor expresión, es una manera insuperable de perder el tiempo.

Está, el béisbol cubano, en las buenas historias que todavía (antes de que traspases la frontera de la aversión y la indiferencia) surgen para renovar un tanto tu afición original. Como el Ciego de Ávila versus Pinar del Río de la final. Los actores son secundarios en roles principales porque la cinta es de clase B o C. El argumento es potente, pero la trama se desarrolla en una clave demasiado tragicómica, capaz de subvertir cualquier canon beisbolero. Se juega al error, pero es imposible jugar al error; así que el error, que es el traje más grotesco del azar, juega con todos, con los jugadores y sus entrenadores, pero también contigo. El juego puede ser circo, astracanada, profusión del absurdo, o bien un páramo de varios innings en que nadie logra batearle a un pitcher anodino, ramplón como la verdolaga. Un equipo, Ciego, vence tres veces seguidas; caprichosamente, el otro, tu equipo, también gana tres partidos sucesivos. El séptimo es definitivo. La calidad de los partidos es mala, pero la historia, con buena dosis de suspense y, quizá, con una subtrama oculta de actividad paranormal, te engancha hasta el final. Antes del último juego, ahora lo sabes, ambos equipos se reúnen para decidir qué papeles interpretarán al siguiente día. Uno de ellos escoge el clásico héroe griego, que siempre termina castigado por su desobediencia a las fuerzas conservadoras de la fortuna, a la lógica más transparente del juego. Ciego de Ávila elige ser un personaje de comic y, poco antes de los créditos, se vuelve invencible como Superman.

Tú te cobijas aquí, en esta columna.

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