¿Un dictador democrático?

Carlos Manuel de Céspedes en la historia republicana de Cuba

Ilustración: Iván Alejandro Batista.

En 1868, Carlos Manuel de Céspedes se declaró “capitán general” de la insurección independentista cubana. Ese nombre refería al más alto cargo colonial en la Isla. Ello, junto a los criterios de Céspedes sobre la organización del poder para la República en Armas, lo convertía —según algunos de sus críticos— en un “dictador”.

Existen varias explicaciones sobre la elección del nombre de capitán general por parte de Céspedes. El constitucionalista Ramón Infiesta decía que el líder aspiraba a “suplantar la injusticia colonial con la justicia criolla”. Por ello, adoptó “la única forma de jefatura capaz de hacer la guerra que conoce el cubano: la Capitanía General”.1

Creo que existe otro camino para la interpretación de ese debate: identificar cómo, para ese momento, el término “dictadura” conservaba el sentido que le había sido dado en la experiencia de la República romana.

En ella, se trataba de una institución constitucional, orientada a proteger la República en situaciones excepcionales —guerra, epidemias y desastres naturales— y quedaba muy acotada en su ejercicio institucional.

Releer el debate sobre Céspedes desde ese prisma me parece útil para comprender su pensamiento, más allá del enfoque de “civilistas” vs “militaristas”, poco útil para apreciar compromisos democráticos existentes en ambas partes de esa ecuación, y, específicamente, en el desenvolvimiento del considerado “Padre de la Patria”.

Estatua a Carlos Manuel de Céspedes. Foto: Julio César Guanche.

La dictadura romana, una institución republicana y constitucional

La República romana duró, nada menos, 500 años, el mismo lapso de existencia de lo que consideramos el mundo moderno. Fue instaurada tras la expulsión de los Tarquinios y la caída de los reyes de origen etrusco (fines del siglo VI/ inicios del V a.n.e.).

Con ellos, fue expulsado también el principio del gobierno unipersonal.

A partir de entonces, lo que calificaba como pueblo romano —mujeres y personas esclavizadas aparte— elegiría dos autoridades ejecutivas (cónsules), por el lapso de un año. Luego, surgirían otras magistraturas también de elección popular: tribunos de la plebe, ediles, censores y pretores.

Se trataba de un complejo y sofisticado entramado socioinstitucional que ha sido escamoteado, como ha mostrado el profesor Julio Antonio Fernández Estrada, por el peso asignado en el debate actual a la “democracia liberal” como único formato histórico posible de ejercicio de derechos y de práctica regulada del poder.

Ese diseño colegiado consideraba saludable el temor ante la concentración de poderes.

En ello, el Dictador quedaba obligado por la Constitución y esta restringía los incentivos para los usos arbitrarios de dicha función. Los dictadores no podían nombrarse a sí mismos, se elegían dentro de los “ciudadanos eminentes”, se mantenían por seis meses improrrogables y podían renunciar cuando se solucionase el problema que debían resolver.

Al parecer, no fue frecuente su uso para imponer situaciones exclusivistas de poder, pero más de una vez la dictadura sirvió de instrumento en la lucha de clases de ricos contra pobres, que fue común a lo largo de la República romana.

La dictadura se considerada tiranía cuando violaba sus límites constitucionales.

Sila y César, ya en la descomposición de la República, se alejaron de la tradición de gobierno limitado. Modificaron el orden constitucional, sin respetarlo. César fue investido dictador, de modo anticipado, por 10 años y luego se declaró dictador perpetuo.

Era la vuelta del principio monárquico, con la concentración de altas magistraturas en su sola figura. Del diseño republicano, la dictadura solo conservaría el nombre.

Usos, cambios y permanencias de un término

Autores y políticos muy diferentes entre sí han identificado y reelaborado para sus respectivas ideas el sentido republicano de la dictadura romana y su corrupción cesarista.

Marat le propuso a Robespierre guiar una “dictadura democrática” , lo que este rechazó. Marx renovó el concepto, al atribuirlo al poder de una clase —el proletariado— para lo que llamó la “conquista de la democracia”. Carl Schmitt distinguió entre la dictadura comisarial (de la tradición romana) y la dictadura soberana como poder en sí y para sí, o sea, la tiranía.

Antonio Gramsci le llamó “cesarismo” a un compuesto de hegemonía con dictadura. Martí calificó de “república cesárea” a la estadunidense de su tiempo, para señalar que, como con César, contenidos imperiales eran vestidos con formas republicanas.

Gerardo Machado quiso prorrogarse en el poder en Cuba hasta 1935, un lapso de diez años, como César en Roma. Fulgencio Batista decía en 1939 que “organizaciones revolucionarias” le habían pedido que rigiese “a Cuba con una dictadura por 10 años”.2

Ese sentido no se encuentra solo en el pasado. Todavía hoy el significado de la dictadura republicana romana pervive en la figura del “estado de emergencia”: un marco constitucional con tiempo limitado para afrontar situaciones excepcionales.

Desconocer esa historia confunde el curso político de las ideas y confunde, en lo que me ocupa aquí, el debate en torno a la dictadura en Céspedes. Es probable que algunos que llamaron dictador al bayamés no estuviesen pensando necesariamente en un tirano. Repetir ese calificativo ahora, obviando el contexto, añade equívocos a su figura.

Otros dictadores

No fue Céspedes el único considerado “dictador” por sus críticos. También lo fue Máximo Gómez, pero Fernando Figueredo aseguraba que “la causa de Cuba no tuvo entre sus servidores uno que fuera más obediente a las disposiciones del Gobierno”.3

Céspedes destituyó a Gómez del mando de la División de Cuba en 1872, por diferencias entre ambos. El dominicano se retiró sin resistencia. Luego, se pondría de nuevo a las órdenes del presidente Céspedes y “continuaron las cosas como si nada hubiera pasado” .

Irónicamente, Figueredo creía que el cubano más capacitado para ejercer la dictadura democrática —no la tiranía del “poder militar único”, que era la obsesión combatida por la Asamblea de Guáimaro— era Ignacio Agramonte, el “civilista” por antonomasia.

Durante la Guerra Grande, Donato Mármol se declaró —fugazmente— dictador, impulsado por su hermano Eduardo. Era una tentativa crítica contra el mando de Céspedes, que no fructificó. Martí la cita y comenta en su diario De Cabo Haitiano a Dos Ríos: “Habló Jose Joaquín Palma. ´¿Eduardo?’ Dormía la siesta un día, y los negros hacían bulla en el batey. Mandó callar, y aún hablaban. ‘!Ah, no quieren entender!’ Tomó el revólver, —Él era muy buen tirador: y hombre al suelo, con una bala en el pecho. Siguió durmiendo”.4

Martí no redujo el ámbito de significados de la dictadura al de la tiranía. En su obra son muy frecuentes las menciones a la tiranía, pero para referirse al poder despótico colonial.

Cuando habló de Barrios, “el dictador de Guatemala”, antes lo había presentado con “la sagrada dureza y ardiente inmisericordia que inspiran las ambiciones de los tiranos”.5 Es lo que hizo con Eduardo Mármol.

En cambio, cuando hablaba de Bolívar, decía: “Ese es el Bolívar que el gallardo Cova eligió para su estatua: no el que abatió huestes, sino el que no se envaneció por haberlas abatido; no el dictador omnímodo, sino el triunfador sumiso a la voluntad del pueblo que surgió libre, como un águila de un monte de oro, del pomo de su espada”.6

Fuente: Los Monumentos Nacionales de la República de Cuba, de Emilio Roig de Leuchsenring.

Céspedes, demócrata

La concentración de poder no era solo un peligro para la cultura política romana. Era un hecho constatable tras la independencia de América Latina, que produjo regímenes dictatoriales tiránicos en las nuevas repúblicas. Era saludable, luego, la preocupación de Guáimaro por las formas republicanas, que varios veían insatisfechas por Céspedes.

No obstante, el bayamés está lejos de ser la contracara de Guáimaro.

Justo a los seis meses de proclamarse capitán general, el líder depuso las insignias de tal cargo ante la Asamblea de Guáimaro. Es el mismo lapso de vigencia de la dictadura republicana romana. Puede ser casual, pero es curioso.

Otros hechos dejan menos espacio a la imaginación. Como capitán general, sus facultades tenían límites y estaban sujetas a juicios de residencia y a destitución o sustitución.

El coautor de La bayamesa no se consideró investido de la facultad de subrogarse en el lugar y grado de organismos legales. Cuando otorgó la libertad a sus esclavizados —un acto de propietario—, tampoco se consideró autorizado a proclamar la abolición general, pues solo al país correspondía declararla.7

Federico de Córdova aseguraba que “no hubo en la historia de todos los tiempos, hombre más esclavo y respetuoso de las normas legales que el primer Presidente de Cuba”.8

Céspedes fue elegido presidente de la República en Armas, que recibió un formato muy distinto al que el bayamés creía eficaz para la guerra, pero cumplió sus mandatos hasta morir finalmente abandonado por ella.

La discusión sobre los “excesos civilistas” de esa fórmula, en un contexto de guerra, no impugna su necesidad. Martí recogió tales principios, en una dinámica democrática, a la vez que eficaz para la conducción militar, para el 95. 

La transigencia, un valor democrático y patriótico

Infiesta sostenía que la Constitución de Guáimaro fue el resultado de la patriótica transigencia del “militarista” Céspedes a favor del virtuoso “civilismo”. Céspedes declaró que su mayor ofrenda a la patria había sido el dominio de su propio carácter.

Martí celebró asimismo la transigencia en Guáimaro: “Los conceptos de la guerra que allí pudieron chocar, y chocaron después, allí se acomodaron. Ese es el gran servicio: deponerse”.9

José Luciano Franco ha descrito a Céspedes como representante del “tradicional espíritu aristocrático de los terratenientes cubanos”, hostiles al ominoso sistema colonial, pero todavía atados a “las ligaduras reaccionarias de la economía esclavista” .

A la vez, el historiador explicó que en Guáimaro se “depusieron antagonismos, acallaron pequeñeces de amor propio, cedieron prerrogativas, privilegios, honores, abandonaron viejos prejuicios de clase para realizar la unidad nacional en beneficio de la Revolución”.10

El sentido más habitual y virtualmente único otorgado al término dictadura, desde hace más o menos un siglo, es el de decisión personal arbitraria, que puede ser más o menos represiva o sangrienta. La dictadura es por definición contraria al Derecho justo —incluso, nihilista hacia el mero Derecho—, antipluralista, antirrepublicana e intransigente en su voluntad de poder. Resulta difícil extender estos calificativos a Céspedes.

En una de sus crónicas, Martí describe cómo la presidencia de una reunión de clubes del Partido Revolucionario Cubano se le confirió simbólicamente a Céspedes en la forma de un retrato suyo colocado en el centro de la sala.11 Eso hacía el Partido Revolucionario Cubano, cuya estructura y filosofía de sano temor ante la concentración del poder es un hecho evidente.

Para Martí, en esos clubes estaba “todo nuestro pueblo, el hacendado de nombre augusto y el siervo, libre ya, que lleva el nombre de la familia: el que sangró al lado de Céspedes, y el que se arrodillará mañana en su sepultura”.12

Notas

  1. Infiesta y Bagés, Ramón. (2009): “La Constitución de Guáimaro“. En Andry Matilla Correa y Carlos Manuel Villabella Armengol (Comps.): Guáimaro. Alborada en la historia constitucional cubana. Camagüey: Ediciones Universidad de Camagüey, pp. 67–68.
  2. Cuban Heritage Colletion. Batista Zaldívar, Fulgencio. “Concentración popular en la ciudad de Matanzas. En honor del Coronel Batista. Extracto de su discurso”. 05/11/1939.
  3. Figueredo Socarrás, Fernando (1902). La revolución de Yara. 1868-1878. Conferencias históricas. Habana: M. Pulido y Compañia, Impresores, p. 80.
  4. José Martí, Obras Completas. (1975). Tomado de la segunda edición. Primera reimpresión, 1992. t.19. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, p. 231.
  5. José Martí, Obras Completas. (1975), t.8, pp. 93–94.
  6. José Martí, Obras Completas. (1975), t.8, p. 176. Sobre Bolívar, hay una discusión crítica muy interesante en el libro Bolívar republicano, de Jaime Urueña Cervera.
  7. Córdoba, Federico de (Ed.) (1940). Hombre de mármol. La Habana: Imprenta El siglo XX.
  8. Córdoba, Federico de (Ed.) (1940), p. 27.
  9. José Martí, Obras Completas. (1975),t.2, p. 200.
  10. Franco, José Luciano (2009). “La Revolución de Yara y la constituyente de Guáimaro”. En Andry Matilla Correa y Carlos Manuel Villabella Armengol (Comps.): Guáimaro. Alborada en la historia constitucional cubana. Camagüey: Ediciones Universidad de Camagüey, pp. 106 y 110.
  11. José Martí, Obras Completas. (1975),t.2, p.113.
  12. José Martí, Obras Completas. (1975),t.2, p.197. 
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