Barberos de pueblo

Alguien puso en Facebook una foto de Pepe, mi barbero de la infancia. Me sobresaltó un poco la foto: lo vi muy anciano. Pero enseguida comprendí que era lógico: hace más de veinte años que no lo veo. En el mundo de la memoria, obviamente, no se envejece a la misma velocidad que en el mundo concreto. El Pepe de mi recuerdos seguía siendo —sigue siendo, de hecho— el hombre simpático, conversador y mucho más joven de aquellas mañanas de sábado en que mi padre nos llevaba a pelarnos. La barbería sigue en el mismo lugar, pero ya no me queda claro si sigue siendo una barbería. Es una casita pequeña, de no más de cuatro metros por cuatro, con dos habitaciones y un pasillito. En la habitación delantera estaba el sillón de Pepe; en la trasera, un sillón más pequeño, el de la peluquería. Pero yo lo vi ocupado pocas veces. Las peluqueras duraban en aquel lugar menos que un plátano en la jaula de un mono. Mi papá bromeaba con Pepe: “Tú las espantas”. Pepe se reía: “Todo lo contrario, yo quisiera que se quedaran todo el tiempo del mundo”. Mi papá contestaba: “Habría que ver qué dice tu mujer”. Y los dos se reían. Recuerdo bien esas conversaciones porque yo no entendía muy bien qué tenía que ver la mujer de Pepe en todo ese asunto. Bueno, la verdad es que yo no entendía casi nada de lo que Pepe, mi papá y los demás clientes hablaban. A veces interrumpía y Pepe me decía jovial: “Los niños hablan cuando las ranas críen pelo”. Tampoco entendía esa frase, pero me callaba. El que no se callaba era mi hermano. Respondía muy seguro de sí mismo: “Pues yo voy a seguir hablando”. Menos mal que mi mamá nunca nos llevaba a la barbería, le hubiera dado un tapabocas por responder a los mayores. Pero mi papá y Pepe lo que hacían era reírse. “Tienes dos hijos muy diferentes —decía siempre Pepe—; el más grande es un angelito; el más chiquito es un diablo”. Y se volvían a reír.

Me he puesto un poco melancólico, recordar todo eso me hace pensar en todo lo que se ha perdido en “cultura de barbería”. Al menos en los pueblos pequeños, como Violeta, se ha perdido mucho. Pocos son los barberos que van vestidos con largas batas blancas, impolutas y almidonadas, como Pepe. Pocos son los que usan los antiguos pomos plateados, el juego completo de tijeras, el banquito para los niños. Pocos ponen periódicos y revistas para que los clientes que esperan no se aburran. Las primeras revistas Bohemia que hojee en mi vida fueron las de la barbería de Pepe. Yo no sabía ni leer (bueno, algo sabía, de tanto ir con mi mamá a la escuela donde ella era maestra, me había aprendido algunas letras), así que lo que hacía era buscar los muñequitos de la última página. Mi hermano se entretenía subiéndose en todas las sillas y aparadores. (Pepe le decía a mi papá: “El más grande va a ser periodista, el más chiquito será pelotero o boxeador”. Conmigo no se equivocó, con mi hermano de medio a medio: resultó profesor de historia). A veces estábamos casi una hora esperando nuestro turno, porque Pepe tenía una buena clientela. Cuando nos tocaba, Pepe sacaba el banquito y lo ponía encima del sillón, nos sentábamos, nos cubría con la capa blanca, y nos decía que nos quedáramos tranquilos, porque si nos movíamos mucho nos iba a cortar una oreja. Yo lo asumía todo con mucha responsabilidad, pero mi hermano no se quedaba quieto. El momento de mayor tensión era el de la navaja. Pepe la afilaba e iba redondeando el corte con movimientos rápidos y seguros. Yo siempre me asustaba mucho, incluso mi hermano se tranquilizaba. Lo bueno era que después de esa operación, ya acababa la tortura. Sacábamos los dos pesos del bolsillo y le decíamos: “¡Quédate con el vuelto!”. Dios mío, han pasado muchos años. Cuando aquello el pelado costaba solo ochenta centavos…

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