Basura

Me maravilla nuestra capacidad de convivir con lo sucio. Puertas adentro y puertas afuera. De puertas adentro no voy a hablar mucho, cada quién sabrá lo suyo. En mayor o menor medida nos acostumbramos a lidiar con nuestra basura. Y como nos importan más las apariencias que la concreción desnuda, muchas veces barremos el polvo debajo de la cama. Bueno, tampoco voy a generalizar. Eso lo hago yo de cuando en cuando, pura vagancia. Mi abuela no lo aprobaría. Ella cambiaba los manteles casi todos los días, bastaba una pequeña mancha. Un día le pregunté por qué no les daba la vuelta, así no se vería la suciedad. Me miró severa: “Eso es lo que hacen las guajiras cochinas, las que no quieren trabajar. Mi madre me enseñó que en la mesa y en la cama todo tiene que estar muy limpio. Yo le enseñé lo mismo a tu mamá y espero que ella te lo esté enseñando así”. Mi mamá me lo enseñaba, claro. Pero debo reconocer que era mucho menos puntillosa. Mi abuela era una ama de casa a tiempo completo. Mi madre era maestra de primaria. Salía de la casa a las siete de la mañana y llegaba casi a las seis de la tarde. Obviamente no tenía tiempo de limpiar todos los días, mucho menos de lavar un mantel cada vez que yo lo machara un poquito con los frijoles. Pero la verdad es que, como siempre, me estoy yendo por las ramas. Vamos a lo que importa: nuestra capacidad de convivir con lo sucio.

La playa de la foto está en Cojímar, el pueblo donde ahora vivo. A finales del siglo XIX era un importante centro recreativo. Las familias ricas venían desde la ciudad a pasar sus vacaciones. Los pobres se bañaban un poco más lejos, pasando el río. No les voy a hacer el cuento más largo: algunos investigadores creen que esta es la playa que describe José Martí en su célebre poema Los zapaticos de rosa. La playa de Pilar. Hoy es un basurero, como pueden apreciar. Hace tiempo que no es recomendable bañarse en estas aguas. El río Cojímar se ha convertido en el vertedero de algunas industrias y de las inmundicias de unos cuantos repartos residenciales. La playa está justo en la desembocadura del río. Los efectos del progreso. Lo que resulta más difícil de justificar es el hecho de que la gente haya asumido que las arenas de una playa son un buen lugar para echar los desechos. “Mucha de esta basura no la ha echado la gente directamente —me aclara un viejo vecino—; mucha viene del mar”. De acuerdo, vendrá del mar pero en el mar la vertió la gente. Una cosa es el sargazo y otra muy distinta son los pomos plásticos y los zapatos rotos. Hay tanta basura que apenas se ve la arena. En esta playa casi no hay gaviotas. Su lugar lo han ocupado las aves carroñeras. Lester quiere que algún día erijan aquí una escultura de Pilar o sus zapaticos. Yo me conformaría con que limpiaran.

“¿Por qué no empiezas a limpiar tú mismo si tanto te molesta?” —me preguntó alguien el otro día en Facebook cuando compartí esta foto. Ojalá fuera tan sencillo. Yo lo más que puedo hacer es no arrojar más basura. Es obvio que para limpiar esta playa se necesita de maquinaria y personal. Pero, sobre todo, hace falta voluntad. Yo les juro que si organizan un trabajo voluntario (por dios, la frase parece cosa anticuada: “trabajo voluntario”), un trabajo comunitario, seré uno de los primeros en apuntarme. De hecho, lo dije en una asamblea con el delegado y todo el mundo me miró como si yo estuviera loco. Y mientras tanto, la playa sucia. Se supone que los servicios comunales deberían ocuparse de eso, pero los servicios comunales están muy deprimidos últimamente en Cojímar. Hay veces que la basura se desborda en los contenedores más de una semana. ¡Y que ningún funcionario se conduela! ¡Y que tanta gente camine por el lado sin que les afecte tanta inmundicia! ¡Y que algunos niños se bañen en esa zona! ¡Y que una señora salga de su casa con su tanqueta de desechos y la arroje ahí mismo! Ya les digo: terminamos por acostumbrarnos a vivir con lo sucio. Lo generamos y no somos capaces de procesarlo. Después vemos las cucarachas y los ratones y ponemos cara de asco: “¡Qué animales más cochinos!” Hipocresía, pura hipocresía, se los digo yo…

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