Belice (I)

Altún Ha

Altún Ha

Mucha gente ni siquiera sabe que hay un país que se llama Belice. Mucha gente piensa que Belice es una isla del Caribe, una más entre tantas pequeñas islas. La mayoría de los cubanos comenzaron a escuchar a hablar de Belice desde que los médicos fueron a trabajar allí. Y así todo, se conoce poco. Cuando me dijeron que me tocaba ir a cubrir la labor de la misión médica cubana radicada en Belice me encogí de hombros: ¿qué se le va a hacer? Primera vez que iba salir de Cuba y lo haría a un país casi desconocido. Lo asumí como una aventura. Lo más atractivo del viaje inicial fue que teníamos que hacer escala en México, en Cancún, porque hasta Belice no hay vuelos directos desde La Habana. Desde Cancún iríamos en ómnibus, atravesando buena parte de la península de Yucatán, hasta cruzar la frontera. Otro día contaré ese periplo maravilloso, de pueblito en pueblito. En el punto fronterizo me llamó la atención que había que pagar un impuesto por la conservación de la naturaleza. Después me daría cuenta: la naturaleza es el mayor tesoro de los beliceños. Los automovilistas frenaban en seco para que una iguana cruzara la calle, con su majestuosa dignidad. A eso de las cinco de la tarde, el cielo de Belice City se llenaba de cotorras, bandadas interminables que emigraban haciendo un ruido de los mil demonios. Después era el silencio. Un silencio denso, casi palpable, que venía de la selva.

La selva es un mundo. Obviamente, en Cuba no hay selvas. Hay bosques más o menos apretados, pero bosques sin peligro, bosques que intimidan poco. Un día viajamos en automóvil de Belice City hasta Punta Gorda, en un extremo del país. A la salida de Belmopan —la ciudad construida para ser capital, como Brasilia— la carretera se interna en la gran masa verde oscura. El sonido cambia, se instaura un rumor sordo, profundo. Los grandes árboles a los bordes de la carretera presagian un mundo oscuro y húmedo, misterioso. Mi amiga Milena tuvo ganas de orinar, pero el chofer sugirió que esperáramos llegar a un descampado. Ahí mismo, a dos metros de la carretera, podía haber serpientes muy venenosas, no queríamos complicarnos la existencia. Cruzábamos ríos por puentes casi improvisados, y debajo nadaban los caimanes. Había una sinfonía permanente de pájaros de mil colores. Y muchas, muchas mariposas. Las mariposas más hermosas que he visto nunca. Paramos a merendar en un punto de Coca Cola, casi un anacronismo en medio de la nada. Mientras los demás conversaban con unos lugareños muy amables, me atreví a seguir un trillo que serpenteaba entre los árboles y las lianas. Quería ver un mono, pero lo que salió al paso fue una niñita preciosa, que no tendría ni cinco años. Hola, le dije, y ella se escondió corriendo detrás de unos troncos. ¿No le tienes miedo a las serpientes?

A cincuenta kilómetros de Belice City está Altún Ha, las ruinas de una antigua ciudad maya. Nadie sabe cómo se llamaba esa ciudad, el nombre se perdió sin remedio. Altún Ha es un nombre moderno, en maya yucateco, y significa “Estanque de las piedras”. La denominación, en todo caso, le viene muy bien a esas pirámides hermosas, algunas de las cuales están invadidas por la vegetación. Ese ha sido uno de los momentos más emocionantes de mi vida: subir, escalón por escalón, a la cumbre de una pirámide mortuoria maya. Estas construcciones fueron construidas entre los siglos III y X de nuestra era, o sea, que pueden tener casi dos milenios. Para alguien nacido en un país con pocos siglos de historia, palpar piedras que fueron colocadas en el período clásico de la historia mesoamericana es un privilegio singular. En Altún Ha se encontró la pieza de jade más grande de la cultura maya, la máscara de una divinidad, uno de los tesoros nacionales de Belice. Impresiona la monumentalidad de las tumbas. Milena y yo nos comimos unos deliciosos plátanos sentados en los escalones de una pirámide. Guardamos las cáscaras en una bolsa de nylon, no queríamos ensuciar tanta historia. “Los mayas eran un pueblo grande” —reflexionó Milena. Lo siguen siendo —respondí yo. Han pasado siglos de miserias y destrucción y siguen aquí, con la paciencia y la dignidad de una cultura grande, dormida.

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