Belice (II)

Belice

Belize City estaba en permanente renovación. Había un febril espíritu constructivo, que se traducía en nuevos edificios, en nuevas estructuras, nuevas carreteras, nuevos repartos residenciales… “Si hubieran venido hace diez años, no hubieran conocido esto; si vienen dentro de diez años, tampoco lo conocerán” —nos comentaba un importante hombre de negocios, muy amigo de los colaboradores cubanos de la salud emplazados en esa ciudad. A mí, acostumbrado al lento devenir de mi pueblo natal, tanto movimiento me aturdía un poco. Una semana rodábamos en un camino de tierra, quince días después, donde estaba el camino había una moderna carretera. “Ya sé que allá en Cuba van mucho más lento —decía el hombre de negocios—; el bloqueo de los americanos les hace mucho daño, y también cierto inmovilismo. Es necesario mover la iniciativa de la gente, todo no puede venir de arriba. Tienen un excelente potencial en sus profesionales, lo que les falta es la oportunidad. Al embargo no le queda mucho, te lo digo yo. No pasa de cinco años”. Nuestro amigo era demasiado optimista: han pasado diez años desde mi visita a Belice y el bloqueo sigue intacto. Esperemos que, ante las nuevas perspectivas, de verdad tenga sus días contados.

El mar de Belize City es feo. Gris, bastante turbio, repentinamente violento. Pero a mí me gustaba sentarme frente a la orilla por las tardes, a merced de las brisas y los jejenes. Pensaba en Cuba, en mi madre, en mi familia, en mis amigos. A la semana de estar en Belice, ya tenía muchos deseos de regresar. Una amiga doctora me consolaba: “Por lo que veo tú eres uno de esos cubanos que no sabe vivir sin Cuba. Lo más seguro es que viajes mucho por el mundo —se equivocaba, lamentablemente: nunca más he puesto un pie fuera de la isla—, pero no podrás vivir mucho tiempo lejos de los tuyos”. Quizás tuviera razón, la verdad es que nunca me he planteado irme a vivir al extranjero. Pero si un día termino por hacerlo, a juzgar por lo que sentía en Belice, sé que me voy a deprimir mucho. Una tarde, después de hablar por teléfono con mi mamá, se me hizo un nudo en la garganta. Me fui a llorar, sin que nadie me viera, frente al mar. Moqueando estaba cuando apareció una viejecita encorvada, a todas luces de ascendencia aborigen. Hablamos, me preguntó qué me pasaba. Le conté con cierto embarazo. Al final sonrió: “Imagínese: yo me fui de Honduras, que es ahí al lado, hace más de treinta años. Y todavía no he podido regresar. ¡Usted es un hombre afortunado!”

¿Saben lo que más extrañé de Belice? Las frutas. Nos dijeron que las frutas cubanas eran las más dulces, las más ricas del mundo, las más sensuales… Pues les digo: nos engañaron. Las frutas del continente son mucho más sabrosas, mucho más grandes, mucho más hermosas. No he vuelto a probar plátanos tan deliciosos como aquellos que nos vendía una salvadoreña emigrada, también muy amiga de los médicos cubanos. De las piñas no voy a hablar demasiado: almíbar pura. Y las naranjas, esas ya eran un premio de los dioses. Los únicos que eran menos intensos que sus semejantes en la isla eran los limones. Más grandes, con más jugo, pero sin el toque singular de los buenos limones criollos. Yo le preguntaba a la vendedora si esas frutas eran transgénicas, porque a veces eran el doble de grandes que las frutas cubanas. Ella abría muchos los ojos: “¿Transgénicas? ¿Qué significa eso niño bonito? Estas frutas las cultivan mis muchachos, allá en la hacienda. ¿Son ricas, verdad? Segurito que las de Cuba son más sabrosas, mi mamá me cantaba una cancioncita de allá que decía Frutas, ¿quién quiere comprarme frutas?” Y se reía a carcajadas. Yo, celoso del orgullo nacional, nunca la saqué de su error. Pero ahora se los digo: melones como los de Belice, aquí jamás.

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