Bicicleta

Estuve leyendo este fin de semana un artículo sobre el proyecto ambiental de Copenhague, la capital danesa. Explicaba que es una de las ciudades más ecológicas del mundo, una de las que menos gases tóxicos emiten a la atmósfera… en buena medida gracias a que la mayoría de sus habitantes no usan los automóviles para trasladarse, sino sus bicicletas.

Además de los beneficios para el entorno, la bicicleta es uno de los más saludables medios de transporte, eso lo sabe todo el mundo. Vas en bicicleta a tu trabajo o a hacer las compras y de paso haces ejercicio.

En fin, a esta ciudad le haría falta un parque mayor de ciclos (por cierto, desde hace un tiempo he notado a los policías haciendo sus rondas montados en unas bicicletas azules que dicen Policía Nacional Revolucionaria), para ver si se puede aliviar un poco el eterno conflicto del transporte público.

Dicho así puede sonar fácil. Si en Copenhague más del 83 por ciento de los traslados se hacen en bicicleta, ¿por qué en La Habana no podemos emular con ese índice? Por una sencilla razón: para el habanero (para el cubano en general) es muy difícil comprar una bicicleta.

De hecho, más fácil (y económico) le resulta a un danés comprarse un automóvil (y no lo compran) que a un cubano comprarse una bicicleta.

Saquen la cuenta: una bicicleta nunca cuesta menos de 100 CUC en las tiendas; o sea, cuesta el equivalente a cuatro o cinco salarios medios. Si por lo menos uno pudiera comprarlas a plazos se pudiera hacer el sacrificio, pero ni eso.

No hay caso: los cientos de miles de cubanos que no tienen carro ni tienen dinero para comprarse una bicicleta están condenados de por vida a las máquinas de alquiler (y eso con suerte) o a los ómnibus del servicio público. Aunque tengan salud y deseos para ir a resolver sus asuntos pedaleando.

Eso, claro, no siempre fue así. Hubo un tiempo en que unos padres trabajadores podían comprarles una bicicleta de regalo a sus hijos. Hubo un tiempo en que yo pasaba casi todo el día dando rueda.

Mis padres me regalaron una al final de mi quinto grado, para reconocer mis buenas notas ese curso. Aprendí a montar rápido: el primer día. Esa mañana, por cierto, me fui contra una cerca de alambre de púas. A la bicicleta no le pasó nada, milagrosamente, pero yo obtuve mi primera y hasta hace muy poco única cicatriz. Juré que no volvería a montar, pero al otro día ya estaba en las mismas.

Pedaleando por mi pueblo (y por los campos aledaños) experimenté por primera vez la libertad de ir y venir por el puro placer de ir y venir. Yo había sido un niño muy de la casa, muy de libros y muñequitos en la televisión. Y rara vez salía solo. Con la bicicleta me fui a la calle.

Los fines de semana salía a las ocho de la mañana y no regresaba hasta el almuerzo. Mi mamá me obligaba a reposar un rato, pero a la una ya estaba pedaleando. Conocí hasta la más insignificante calle de Violeta, aprendí a lidiar con el tráfico, hice más mandados que nunca…

Con el tiempo llegué a ser, incluso, un ciclista bastante diestro (y temerario): doblaba las esquinas sin tocar el timón; por suerte nunca topé con un policía de tránsito (no es que en Violeta hubiera muchos). Un día se rompió la bicicleta y mi hermano se la llevó a no sé quién para arreglarla. Nunca más volví a montarla.

Me fui al pre y luego a la universidad… Y ahora vivo en una ciudad que nunca he recorrido pedaleando. Suena extraño, pero es la verdad: hace casi veinte años que vivo en La Habana y nunca me he montado en una bicicleta aquí.

Últimamente me ha rondado la idea de comprarme una. Aprovechar algún ingreso contundente y repentino (está claro que mi salario habitual no me alcanza) y comprarla sin pensarlo dos veces. Pero siempre termino por priorizar las máquinas de alquiler, los zapatos y el picadillo.

Con lo bien que me haría a mí hacer ese deporte, ahora que estoy llegando a los cuarenta.

No sé si debería decirles esto pero se los digo: yo, que estoy muy lejos de ser un Adonis, estoy muy orgulloso de mis piernas, tengo lo que se dice “buenas piernas”. Creo que en buena medida se las debo a mi bicicleta de infancia y adolescencia.

Está decidido: me compraré una. Prometo que ahora seré más cuidadoso al tomar las curvas.

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