Carretera

La Autopista Nacional es una de las carreteras más aburridas de Cuba. Kilómetros y kilómetros de monotonía. El mismo paisaje a los dos lados de la vía: sabanas con pocos árboles, un muro de piedras que casi se eterniza, potreros llenos de marabú, bosquecillos bien puntuales. El sol duro sobre el asfalto. Pocos autos, pocas casas, poca gente. De cuando en cuando te cruzas con un ciclista. ¿A dónde va? ¿De dónde viene? Los caseríos aparecen de cuando en cuando, castigados por el mediodía. Un viaje de cuatro o cinco horas por la Autopista Nacional puede ser una experiencia desprovista de particulares emociones. Yo prefiero viajar por la Carretera Central, aunque me demore mucho más. Ahí por lo menos uno se entretiene con la sucesión de pueblos y la variedad de paisajes. Pero lo romántico no suele ser práctico. Y la mayoría de los choferes y pasajeros quieren hacer el viaje lo más rápido posible. Una cosa es turismo y otra distinta es necesidad. Pero con tanto transitar en las dos direcciones le he descubierto cierta dimensión poética a la Autopista. Poesía ardua, a lo Rulfo. Poesía del polvo y el calor. Minimalismo rural. Danza de las esencias. Estética de lo gris. Imperio de lo impersonal… Se rompió la guagua el otro día y estuvimos más de tres horas varados en una cafetería de carretera. Tomé la cámara y me fui a retratar detalles. Surgió incluso una serie de fotografías, la estoy redondeando. Automóviles y camiones que se pierden en el horizonte. Latas de refresco aplastadas por los neumáticos. Manchas de aceite brillando al sol. Una flor silvestre que se abre camino entre las piedras. Señales de tránsito recortadas en el cielo. Sombra escasa de un arbusto. Carretón halado por un caballo. Tornillos de una valla metálica… En eso estaba cuando apareció una anciana. “¡Dulce de coco!” —pregonó con una voz que no se correspondía con su humanidad. Vendió algunos pocos y se sentó cerca de mí. Hablamos.

“Yo vivo tres o cuatro kilómetros para allá arriba. Vengo aquí a vender los dulces, más o menos a esta hora. Como aquí paran las guaguas de turismo, a veces les vendo algunos a los extranjeros. Les digo: dos pesos, y a veces me pagan dos dólares, porque no saben. Eso me pasa de cuando en cuando, no todos los días. Pero yo siempre les aclaro que no, que son dos pesos moneda nacional. Pero no les importa, de todos modos ellos compran un pan con queso mucho más caro y la verdad es que mis dulces son más ricos. Casi siempre me dan más de lo que vale, y de eso voy viviendo. Hay algunos muy despiertos que incluso me preguntan: ¿dos pesos moneda cubana? Una canadiense me dijo el otro día que estaban muy ricos, pero una que venía con ella parece que se repugnó rápido. Dice mi hija que allá afuera no comen tanto dulce, que no están acostumbrados. Estaba pensando en hacer algunos coquitos con poca azúcar, pero no me saben a nada. La verdad es que el negocio no da para hacerse rica, pero por lo menos sí para vivir. Yo vivo con mi hija, el marido que trabaja en una vaquería y dos nietos. El año pasado se murió mi marido. Llevábamos casi cincuenta años casados, desde que yo tenía menos de veinte. Siempre hemos vivido en la misma casa, está cerca de la carretera. Yo vi cómo construyeron la autopista, mi marido incluso trabajó ahí. Yo no, yo me quedaba en la casa porque mi marido era muy celoso y había muchos hombres trabajando. La verdad es que nunca tuve que trabajar fuera. Pero se murió mi marido y ya me ves, ayudando para ver si entra algo más en la casa, porque mi hija me salió enfermiza y yo con los años que tengo estoy más fuerte que ella. Ahorita, cuando baje un poco el sol, regreso. Voy suavecito, no me canso. Me dijeron que caminar todos los días tantos kilómetros te mantiene saludable. A mí no me duele ni un hueso. Ahora, por la noche es otra cosa. ¡Pero hay que seguir!”

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