Casting

Mi amigo Rolando Almirante me invitó a hacer las fotografías de los participantes en el casting de su película La saga de Daniel. Acepté encantado, no tengo ni que decirles que una de las cosas que más disfruto en esta vida es hacer retratos. Empecé con mucho entusiasmo, pero dos semanas después debo confesarlo: estoy molido. Imagínense: casi 150 aspirantes, más de 15 fotos cada uno. Estoy tan cansado que guardé la cámara. De todas formas, la experiencia fue maravillosa. Tuve la oportunidad de comprobar el extraordinario talento que anda escondido en este país. Viendo la televisión y el cine que hacemos uno podría afirmar que las caras casi siempre son las mismas. La verdad es que aquí se hacen pocos castings, los papeles vienen ya con nombres y apellidos. Y resulta que hay mucha gente que nunca en su vida se ha parado frente a una cámara y sin embargo tiene todo el encanto, todo el talento, toda la energía del mundo para hacerlo. Solo hace falta buscar, ofrecer oportunidades. La convocatoria al casting decía que se buscaban bailarines con habilidades para el canto. Y aparecieron cientos que cantan, bailan y se proyectan maravillosamente. Hasta el punto que me parece que al equipo de dirección le costará escoger a los protagonistas…

Vino gente muy buena y —como era de esperar— también vino gente desubicada. Me da la impresión de que algunas personas carecen del más elemental sentido común. Si yo no sé bailar, si yo no sé cantar, ¿por qué se me ocurriría ir a un casting que busca bailarines que canten? Ya sé que hay que ser atrevido, ya sé que el que no arriesga no gana, pero supongo que uno mismo deba ponerse ciertos límites. Aunque, ahora que lo pienso, yo tendría que admirar a ese que se enfrenta a pruebas como estas sin tener muy claro si cuenta con todas las capacidades para hacerlo. Cuando estaba en el preuniversitario estuve a punto de participar en un casting. Unos instructores llegaron a la escuela para armar un grupo de teatro. Mis compañeros me animaron, la verdad es que yo tenía cierta vocación histriónica. Incluso, fui bastante confiado al casting que organizaron para la primera obra. Pero cuando vi que además de actuar había que bailar, me empezaron a temblar las piernas. Yo soy incapaz de completar una frase de danza, ni siquiera de un baile popular. Huí. La obra, de todos modos, nunca se montó. Pero yo estuve mucho tiempo castigándome por ese miedo a que me exigieran algo que no era capaz de hacer bien. Ese miedo todavía me acompaña, por cierto.

Pero fotografías parece que sí puedo hacer. Y en este casting estaba en una posición de privilegio: estaba entre los que opinaban sobre el desempeño de los demás. Primero me costaba un poco evaluar a mis modelos, que justo después de la sesión irían a hacer las pruebas ante el tribunal. Pero Lester —que fungió como asistente de fotografía— me dijo algo salomónico: nadie ha obligado a nadie a presentarse en un casting; el que vino es porque quería venir, confiado de sus posibilidades; sin son o no son elegidos forma parte del juego. Tenía razón. Califiqué tratando de ser justo y equilibrado, que es lo que se le puede pedir a un jurado. Y, afortunadamente, mis elecciones coincidieron en buena medida con las del tribunal. De cualquier forma, me queda la tranquilidad de que yo nunca tendré la última palabra. No me gusta tener que tomar cartas en los sueños de la gente. Aunque sean sueños a todas luces disparatados. Entre los candidatos había uno que nunca en su vida había estado en un salón de ensayo, nunca había cantado en público, nunca se había parado frente a una cámara de cine o televisión… pero soñaba ser una estrella. Le dije, por decir algo: la competencia está dura, ¿no tienes miedo? Su respuesta fue concisa: “Yo voy a mí”. Me hace falta esa autoconfianza, la verdad.

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