Cementerios

Me gustan los cementerios, de cuando en cuando me adentro en el de Colón y me paso media tarde caminando entre sepulcros, leyendo tarjas, admirando esculturas rotas, sentado bajo los árboles escuchando el canto de los pájaros. Me gusta la calma de los cementerios. Los sonidos del mundo exterior llegan allí como en sordina, uno puede regodearse en la tranquilidad hierática de las tumbas. El del cementerio es otro ámbito, la atmósfera es otra. Me gusta hacer fotografías en los cementerios. La solemne plasticidad de los ángeles y las cruces, esa belleza ardua de lo viejo y carcomido, los juegos de sombras y luces en las avenidas desiertas. Cuando cae la tarde y el sol perfila las estatuas, la visión es impresionante. Me gusta imaginarme biografías en los cementerios. Leo las inscripciones de las bóvedas, las fotos de los difuntos, las dedicatorias de los allegados. Partiendo del lujo de los panteones, uno se puede hacer una idea de la posición social de sus ocupantes. En el cementerio de Colón, por ejemplo, las antiguas clases están perfectamente delimitadas. Total, es una pirámide artificial. Los muertos, muertos están. Si hay más allá, no será un más allá segmentado. Y si no lo hay, aquí nada más queda el polvo. Lo demás es historia que se desvanece. He estado en casi todos los grandes cementerios de Cuba, quizás solo me falte el de Santa Ifigenia. Además del de Colón, me gusta mucho el de Camagüey (tan castigado por el sol), los dos de Cienfuegos (el de Reina, romántico y decadente; el nuevo, con sus praderas), el de Holguín, el de Guantánamo (de ahí es la foto que acompaña esta crónica)… Pero mi cementerio preferido es el de mi pueblo, modesto y silencioso como ninguno, sin esculturas, el cementerio de Sabanita, a mitad de camino entre Violeta y Velazco, en medio del campo. El cementerio donde reposan mis bisabuelos, mis abuelos, mi padre… Todo parece indicar que ahí acabará mi propio camino.

Pero no hay que ponerse dramático. Cuando yo era niño miraba el cementerio con mucho respeto y temor. La finca de mis abuelos quedaba a poquísimos kilómetros, desde el portal de la casa, cuando cortaban las cañas, podían verse los muros blancos. Los muchachos del batey se la pasaban inventado historias, que si salía un fantasma, que si a las doce de la noche se escuchaba el sonido de unas cadenas. Mi abuelo se reía: “no hagas caso, esos son inventos, un día te voy a llevar allí para que veas”. Llegó el día, pero no fui con mi abuelo, sino con mi abuela, que fue a limpiar la bóveda familiar. Antes de traspasar la puerta sentí un escalofrío. Mi abuela sonrió: “no les tengas miedo a los muertos, los vivos pueden ser más peligrosos”. El caso es que entramos, y pasada la primera impresión, ya yo me sentía muy cómodo en aquel lugar. Me puse a corretear entre las tumbas, a cazar a mariposas, a leer las tarjas. Descubrí en un panteón la foto de un vecino mío, que había muerto unos meses antes. Me senté por fin junto a mi abuela, que cambiaba las flores de la bóveda.

—Abuelita, ¿por qué le ponen flores a los muertos?
—Para que el viaje sea más bonito.
—¿El viaje? ¿Qué viaje?
—Morirse es como un viaje.
—¿Un viaje a dónde?
—No sé, y nadie ha regresado para contarlo. Yo espero que sea para un lugar bonito, porque al final todo el mundo lo tiene que hacer.
—¿Yo también?
—Tú también, pero Dios quiera que sea dentro de muchos muchos años, cuando ya seas un viejito y no te acuerdes de tu abuela. Y ahora nos vamos, que este no es un lugar para jugar. Cuando lleguemos a la casa te voy a dar flan.

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