Cine móvil

La primera vez que vi Por primera vez, ese documental mítico, terminé con lágrimas en los ojos. La segunda vez también lloré. Y la tercera… Me emociona mucho ese testimonio del encuentro de los campesinos con el cine. Sus caras, sus reacciones, sus risas. Hay que decirlo: el documental es una joya. Y muy grande fue esa Revolución que llevó tanta cultura al medio del monte, donde antes apenas había cantorías. (Aquí abro un paréntesis para decirles a mis queridos comentaristas que pueden opinar lo que quieran sobre ese elogio a la Revolución, para mal o para bien, no me quejaré si desvirtúan el sentido del texto). El caso es que ese documental yo lo vi justo en medio del campo, en el pequeño caserío que lindaba con la finquita de mis abuelos, una noche que llegó allí el camión del cine móvil. Cine dentro del cine, parecía aquello. Unos campesinos veían en un cine móvil un documental que trataba sobre la experiencia de otros campesinos con el cine móvil. Yo era un niño, pero aquello ya me resultó bastante singular. Recuerdo que le dije a mi abuela que a ellos les estaba pasando lo mismo que a los de la película. Ella me respondió que más o menos, porque Sabanita (así se llamaba —se llama— el batey) estaba muy cerca de Violeta y ahí todo el mundo había visto cine hacía mucho tiempo. De hecho, lo veían desde antes de la Revolución. Mi abuela me contaba que a ella y a sus hermanas las llevaban cuando eran adolescentes a ver melodramas mexicanos. “De Pascuas a San Juan —advertía—; pero desde jovencitas ya conocíamos el cine. Estos de la película se ve que nunca en sus vidas habían visto ni un bombillo”. De todas formas, la llegada del cine móvil era un gran acontecimiento en Sabanita; ocurría una vez en el trimestre, todo el mundo se ponía sus mejores galas, sacaban los taburetes y se sentaban frente a la pantalla. Si se aburrían —las películas a veces eran aburridas— se ponían a conversar.

Dos o tres veces vi el cine móvil en Sabanita, la mayoría de las veces me quedaba dormido viendo la película, porque era muy niño. Mi abuelo o mi papá me llevaban cargado para la casa, que quedaba un poquito lejos. En Violeta, claro, iba todos los fines de semana a la matiné de las mañanas, en el cine Victoria; pero asistir a una proyección al aire libre, rodeado de comadres hablantinas y guajiros con machetes al cinto, con alguna gente incluso encima de los caballos, con los niños retozando entre los asientos… era una experiencia única. Los que más disfrutaban aquellas tandas eran los haitianos (había allí un asentamiento importante), se reían como muchachos a cada rato, aunque la película no diera risa. Al final aquellas funciones se convertían en una reunión de los vecinos, prácticamente una fiesta, llegaba un momento en que la gente no le hacía mucho caso a lo que estaban proyectando. Se había perdido la magia de las primeras veces —casi todo el mundo tenía televisor en su casa— y lo que quedaba era el pretexto para pasar un rato juntos. Con el tiempo el camión dejó de ir a Sabanita y me parece que la gente no lo extrañó mucho. Ya lo decía: era muy fácil ir al cine en Violeta, que estaba a 10 minutos en la carahata (coche-motor). No volví a ver el cine móvil hasta mi primera escuela al campo, en un lugar que se llama Trucutú. Allí llegó el camión, más destartalado y achacoso que en los tiempos de Sabanita. Proyectaron La Bella del Alhambra, en una sábana estrujada que tendieron en la pared del comedor. Pero aquella experiencia poco o nada tuvo que ver con la que contaba el documental de Octavio Cortázar. Casi nadie le hizo caso a la película, los muchachos se la pasaron tirándose piedrecitas unos a otros y jugando de manos. Cuando Beatriz Valdés se quitó la blusa se armó una pataleta y tremenda gritería. El conductor del camión se encogió de hombros. Los tiempos habían cambiado.

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