Con el Gabo, frente a frente

Gabriel García Márquez con Julio García Espinosa y Fidel Castro. Foto: Centro Harry Ransom.

Yo, por supuesto, había leído Cien años de soledad y había soñado mientras leía con  un mundo fantástico, que se me antojaba muy cercano porque de alguna manera conectaba con el mundo rural de mi infancia, la finca de mis abuelos, los cuentos de los guajiros a la caída de la tarde.

Mi abuelo también me contó la primera vez que vio el hielo, siendo muy niño, en una bodega de Corralillo, su pueblo natal. Era un trozo grande, en el portal del establecimiento. Mi abuelo pensó que era una piedra y se sentó encima. Se levantó aterrorizado.

—Es una piedra fría que quema —dice que le dijo a su madre.

Después leí El general en su laberinto y me cautivó la historia de ese caudillo por momentos infeliz, por momentos incomprendido… Y después El amor en los tiempos del cólera, que es una de mis novelas favoritas de todos los tiempos (hasta el punto de que es la única que he leído más de dos veces). Y después todas las demás…

Un día descubrí el periodismo de García Márquez en un librito delicioso titulado Crónicas y reportajes. Y fue otro deslumbramiento. Yo no concebía hasta entonces que el periodismo podía ser tan divertido. Ahora lo digo con toda franqueza: soy periodista gracias a esos textos de Gabriel García Márquez. Antes de leerlo, yo quería ser artista de circo.

No tengo ni que decirles que cuando, en los exámenes de actitud para la carrera, me preguntaron cuál era mi periodista preferido, respondí: Gabriel García Márquez. Un profesor me preguntó qué reportajes de él había leído y creo que lo abrumé con mi respuesta. Para ese entonces, ya yo había leído más de tres libros de reportajes del escritor colombiano…

Pues bien, una vez tuve al Gabo frente a frente. Yo era recién graduado, y todavía pensaba que escribiendo me podía comer al mundo. Como Gabriel García Márquez, por ejemplo.

Entraba al vestíbulo del Poligráfico y lo vi salir apurado, sonriéndole a todo el mundo. Venía de visitar, después lo supe, a un amigo de años, editor en el periódico Granma Internacional. Me quedé pasmado; cuando lo tuve delante solo atiné a inclinar la cabeza a modo de saludo. Me sonrió a mí también y se montó en un carro.

Cuando llegué a la redacción, hice el cuento, y alguien (más tonto que yo) casi me regañó: “no fuiste un periodista de los buenos, debiste haber aprovechado para concertar una entrevista”. Ante tal desatino, me encogí de hombros. Pero pensé: ahora no, pero llegará el momento en que podré hacerlo.

Sueño, puro sueño. No hubo tiempo ni para intentarlo…

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