Con Pippa Mediaslargas

Un día mi cumpleaños, mi papá me regaló un libro fabuloso, un libro que me acompañó buena parte de mi infancia, un libro divertido que leí y releí muchas veces: Pippa Mediaslargas, de la sueca Astrid Lindgren. Yo les recomiendo que si tienen niños a los que les gusta leer, búsquenles ese libro. Y si tienen niños a los que no les gusta leer, búsquenselo también. Junto a Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain; El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, de Selma Lagerlöf; y La Edad de Oro, de José Martí; Pippa fue uno de mis libros de infancia. Son los libros que me abrieron de par en par el mundo de fantasía y el mundo concreto, más que las películas y los muñequitos en el cine y la televisión; más que las clases de ciencias naturales y los relatos de historia en la escuela. Mucho de lo que soy ahora se lo debo a esos cuatro libros y otros muchos tantos que vinieron después. Otro día hablaré más de mis lecturas infantiles, ahora me centraré en Pippa. Leí el libro completo en dos días (una buena marca, teniendo en cuenta que apenas tenía 10 años) y me gustó tanto que lo leí dos veces más. Me sentaba en el balcón los fines de semana y me reía a carcajadas con las ocurrencias de la niña protagonista. Las ilustraciones del libro la pintaban como una niña carirredonda, pecosa, de largas extremidades, pelirroja y con dos largas trenzas un poco despeinadas. Yo soñaba despierto que aparecía de pronto una muchacha como Pippa, valiente, cómica y poderosa, que se hacía mi amiga y vivía conmigo grandes aventuras en Violeta. Los abusadores de la escuela se meterían con ella y conmigo, pero mi Pippa —como la Pippa del cuento— los pondría en su lugar y los haría pedirnos perdón. Me inventaba largos cuentos: Pippa y yo en la clase de matemáticas (yo odiaba las matemáticas); Pippa y yo subiendo a la chimenea del central; Pippa y yo enfrentando a los bandoleros de las cuarterías…

Así pasaba horas enteras, hasta que mi hermano me arrastraba al parque a jugar a los policías y ladrones; pero incluso en esos juegos yo incluía a Pippa, era mi compañera de redadas (siempre hacía de policía), incluso le hablaba y le daba indicaciones: “¡Por aquí Pippa!”, “¡Que no se escapen, Pippa!”… Mis amiguitos no entendían nada, pero en el juego de los policías y los ladrones no hay que entender mucho. Llegó la semana de receso y como era habitual mi hermano y yo nos fuimos para la casa de mis abuelos en el campo. Yo me llevé el libro y allá, subidos en la mata de mamey, logré que mi hermano me permitiera leerle algunos pasajes, los más graciosos. Le encantaron, al final se leyó él también el libro completo. Pero mi hermano siempre fue más pragmático que yo, me dijo: “Mira, aquí no va a aparecer ninguna Pippa, lo que tenemos que hacer es divertirnos como ella. A lo mejor no podemos levantar un caballo con una mano, pero sí podemos montarnos en el caballo e irnos a explorar el campo”. Dicho y hecho. Sin que mi abuela nos viera, nos fuimos para el potrero con una soga y nos subimos encima del viejo caballo de mi abuelo. Con mucho sigilo nos fuimos andando por el camino, alejándonos de la casa. Yo iba muerto de miedo, sabía que estaba haciendo algo malo, temía el regaño de mi abuelo; pero mi hermano iba encantado de la vida, estaba gozando su aventura. Pero en medio del camino, a menos de 300 metros de la casa, apareció un haitiano muy viejo, amigo de mis abuelos.
—¿Pa donde va utede, niñito? —nos preguntó con severidad.
—Vamos a explorar el campo —lo encaró mi hermano.
—El campo ya etá exploriao —dijo el viejo—. ¡Arriba, pa la casa!
Le dio una palmada al caballo y el penco salió trotando rumbo al potrero. “Pippa le hubiera dado un pescozón al viejo” —se quejaba mi hermano.

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