Cunagua, el imperio del silencio

Hablé el otro día de Cunagua y un lector me escribe: “Me gustaría saber más de ese batey. A principios de los sesenta hice una zafra allí. Era un pueblito precioso. ¿Sigue siendo lindo? Nunca más he regresado…” Pues sí, querido amigo, el batey sigue siendo lindo. Es, de hecho, uno de los más singulares conjuntos arquitectónicos de la Isla. Por sus valores fue declarado hace algunos años Monumento Nacional, una condición que no tienen muchos otros sitios en la provincia de Ciego de Ávila. El batey se conserva. Algunos de los típicos chalets de inspiración norteamericana (tabloncillo y tejas) están en buen estado. En otros se ven los estragos del tiempo y la desidia. Unos pocos ya son pura ruina. Y algunos no existen, en su lugar se han edificado feas y chapuceras casas de mampostería. Pero todavía se puede “respirar” el espíritu del poblado. Eso sí, hay un problema, amigo mío, algo que probablemente no se ajuste a su recuerdo: el central ya no muele, es apenas una mole de hierros oxidados con una chimenea inútil. Ya no se escucha la sirena de la fábrica, ni el sonido de los vagones del ferrocarril, ni el resoplido de la caldera. El pueblo va olvidando la suciedad del bagacillo sobre la ropa recién lavada, y olor embriagador de las mieles, y el sonido acompasado de las máquinas en la madrugada. Ya no hay zafras en Cunagua. O quizás deba decir: ya no hay zafras en Bolivia, que es el nombre que les pusieron al central y al pueblo después de la Revolución. Los viejos siguen diciendo Cunagua. Pero los más jóvenes ya dicen Bolivia.

Estuve en Cunagua para hacer un fotorreportaje. De Violeta sale una guagua tres veces al día. La tomé por la tardecita. Violeta (quizás deba decir Primero de Enero, aunque a ese pueblo sí todo el mundo le dice Violeta) estaba en plena zafra. Había un ajetreo, un ambiente, una actividad notables. Cuando llegué a Cunagua me golpeó la diferencia. Imperaba el silencio. Eran un poco más de las tres y no había casi nadie en las calles. Las casas parecían desiertas, ni siquiera había gente meciéndose en los columpios de los portales. Recorrí el pueblo completo, es pequeño. Había cuadras en que me parecía que estaba en un batey fantasma. Me senté en un banco del parque principal. Es un parque grande, ocupa toda una manzana. Tres o cuatro ancianos se ocultaban del sol debajo de una mata. Hablé con ellos. Todos extrañaban “los buenos tiempos”. Uno había sido obrero desde los años cuarenta hasta bien entrados los noventa. Otro había sido maquinista, o eso me pareció entender. Ese casi lloró: “No te puedes imaginar el dolor que me dio cuando dijeron que iban a cerrar la fábrica para siempre”. Sí lo puedo imaginar, nací y crecí en un central. Pero no dije nada. Seguí caminando por el pueblo, haciendo fotos. Algunas ancianas me miraban extrañadas. Unos niños chiquitos insistieron en que los fotografiara subidos a una mata. En una esquina me encontré un viejecillo muy delgado: “Haz una foto de ese fotingo, es de la época de los americanos”. La hice y es la que ahora les enseño. Tiene un no sé qué de época que me gusta.

Salir de la versión móvil