Días de lluvia

Foto: Léster Vila.

Foto: Léster Vila.

A mí me gusta la lluvia, siempre y cuando la vea caer desde una ventana. Me gustaba también cuando era niño y me bañaba en el aguacero y chapoteaba en los charcos a no ser que tronara.

Me gusta cuando viajo en un auto y el agua resbala por el cristal de la ventanilla y distorsiona el paisaje. Me gusta, incluso, la fina llovizna que apenas moja, que más que mojar te besa la piel.

Me gustaba la lluvia de madrugada allá en la finca de mis abuelos, el olor del guano húmedo, el rítmico sonido de las gotas sobre el alero de zinc…

Lo que no soporto, lo que nunca he soportado, es la lluvia que me sorprende en medio de la calle y me moja los pies dentro de los zapatos. Esa tiene que ser, entre todas sensaciones que me molestan, la más molesta.

Esta ciudad no está preparada para la lluvia. Mucho menos para los aguaceros cerrados, como el del otro día. Las calles se inundan, los taxis no paran, las guaguas demoran más de lo habitual, la gente se aglomera en los portales y las paradas, los tragantes se tupen, la electricidad falla, hay derrumbes…

Para llegar a mi casa no hace mucho tuve que atravesar casi un río de aguas sucias y turbulentas: en eso se había convertido la calle principal de mi reparto. Me abandoné, dejé de cuidar mis zapatos. Me los hubiera quitado si no temiera pisar algo peligroso. Llegué hecho una calamidad…

Dice mi amigo Lester que La Habana lluviosa es una ciudad encantadora, hermosa y plástica, sueño de los fotógrafos. Puede ser. Él mismo, con una pequeña cámara, ha hecho fotos muy interesantes, como la que ilustra estas líneas. Pero mi talante romántico no llega a tanto. Yo no puedo hacer ni una sola foto con las medias húmedas.

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