El que quiera gozar, que goce

Claro que en los últimos años ha habido cambios en Cuba, digan lo que digan los eternos opinantes sobre la situación nacional. Claro que ha habido cambios, algunos para bien, algunos para regular, algunos para mal. Cambios profundos, cambios superficiales (“cosméticos”, es la palabra de moda). Cambios necesarios y cambios inevitables. Ha habido cambios y lo natural es que los siga habiendo. Una sociedad anclada es un fenómeno sociológico, digno de ser estudiado. Es mucho más que eso, pero no quiero meterme en profundidades, ya saben que algunos de mis lectores prefieren que siga escribiendo de “temas nobles”. No sé si el tema de hoy será muy noble, pero lo cierto es que una de las comunidades que más ha disfrutado esas transformaciones es la comunidad gay, homosexual, LGTB, no me queda muy claro el término políticamente correcto. Mi amigo Paquito, gran activista por los derechos del colectivo, me insta constantemente a ser más activo, a poner mi pluma (que conste, no hay segundas intenciones en esos términos) en favor de las demandas. No es que no esté sensibilizado, pero todo el que me conoce sabe que yo no soy de ir dando lucha en las vanguardias, yo soy un muchacho tranquilo, de su casa. Pero ahora voy a decirlo: se ha logrado bastante, pero falta todavía mucho por lograr en el tema de los derechos de los homosexuales. Ya tenemos una ley que especifica el rechazo a toda discriminación por orientación sexual (el recién aprobado Código de Trabajo), pero hace falta un nuevo Código de Familia y hace falta también que la Constitución de la República sea más directa e inclusiva en esos acápites. Nadie ha dicho que sea una lucha fácil (aunque, les digo, con todos los grandes problemas que tiene que resolver este país, este debería ser menor, no entiendo tanto revuelo), pero hay que trabajar y seguir exigiendo, abriendo caminos. Por ahí vamos…

Parece que las bodas entre personas de un mismo sexo (o género, creo que es el término correcto) están todavía lejos, pero no me negarán que las oportunidades para compartir, bailar y conocer gente se han multiplicado en los últimos años. Recuerdo las primeras fiestas a las que asistía cuando estaba en la universidad. A mí  no me gustaban particularmente, pero los amigos te arrastraban y cuando ibas a ver estabas en un patio particular lleno de homosexuales más o menos enfáticos, travestis, lesbianas, heterosexuales sin prejuicios y otras criaturas de difícil clasificación. Aquellas fiestas —fiestas de 10 pesos les decían— eran casi todas clandestinas, uno vivía con el susto de que apareciera la policía y aquello acabara en un corre-tú-niña-que-nos-llevan-presas. Yo, debo confesar, siempre estudiaba las vías de entrada y de salida, por si acaso había que huir. Allí, asombrado, vi mis primeros shows de transformistas —algunos cuentos algo picantes tengo de esos espectáculos, otro lunes se los cuento—, vi dos hombres abrazarse y besarse en la boca, vi a circunspectas mujeres poner dinero en los escotes de las artistas de la noche, vi gente bailando hasta el cansancio, exultante, despreocupadamente… Vi también cosas menos agradables, pero son las mismas cosas que había visto hasta el momento en las fiestas “normales”. Vi y participé, porque tengo una costumbre: si decidí ir a un lugar, aunque no me guste, trato de integrarme y pasarla bien. Escribo esto y me asalta la nostalgia por mis años de estudiante universitario. Debo decirlo: nunca irrumpió la policía en las fiestas a las que asistí. Han pasado más de 15 años y ahora he despedido el 2013 en la fiesta del Divino, en el Teatro Nacional, en un café cantante lleno de homosexuales, travestis, lesbianas, heterosexuales sin prejuicios… Sin necesidad de esconderse, libremente, bailando y abrazando y besando. Viviendo y gozando.

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