En la Calzada de Jesús del Monte

Recorrí con mi amiga Anett la Calzada de Jesús del Monte, la hermosísima Calzada de Diez de Octubre, hermosísima a pesar del polvo y la destrucción; hermosísima —duele, pero hay que reconocerlo— quizás también por el polvo y la destrucción. Esa es la gran paradoja de la Calzada y de tantas otras calles y edificaciones de esta ciudad maravillosa: hay cierta belleza en la destrucción, en la decadencia que se nos antoja inevitable y que terminamos por creernos que es romántica. En esencia no hay mucho romanticismo en tanta ruina: la ruina de esta calle tiene que ver más con la apatía, la indolencia y la falta de recursos (y también tiene que ver —aunque menos que lo que algunos funcionarios pudieran asumir— con las maneras de vivir o más bien de sobrevivir de ciertos ciudadanos). Fui con Anett porque ella quería hacer fotos de la Calzada. Mis intereses fotográficos son otros, a mí no me gusta fotografiar la pobreza, aunque la pobreza resulte muy plástica. A Anett tampoco, pero le seducen las antiguas grandezas, los rastros de un pasado que hemos ennoblecido aunque la verdad es que nunca fue tan noble. Las casas que antes fueron de gente adinerada, bellas mansiones y quintas sucias ahora por el hollín del tráfico, a estas alturas acomodan a un pueblo disímil: obreros, amas de casa, artistas e intelectuales, ingenieros y funcionarios medios, “luchadores” y francos delincuentes, gente con dinero, gente con algún dinero, gente con muy poco dinero… gente buena, gente mala, gente regular. El sentido de la exclusividad y el lujo se mudó hace mucho rato de aquí: primero al Vedado, después a Miramar y Siboney, más tarde —en buena medida— a Miami y tantas otras ciudades de este mundo. Ahora la Calzada es una calle demasiado estrecha para tanto tránsito, pletórica de cuarterías, apuntalada, despintada, maloliente por tramos. Donde antes hubo algún pretencioso edificio, ahora puede haber un solar vacío. El ruido puede ser infernal. La gente vive con las puertas abiertas a la calle, en algunas esquinas duermen los mendigos. Con todo, sigue siendo una arteria comercial: se vende y se compra furiosamente.

Caminaba por la Calzada, esquivando la basura y los derrumbes, e iba pensando en los versos de Eliseo Diego: “En la Calzada más bien enorme de Jesús del/ Monte/ donde la demasiada luz forma otras paredes con/ el polvo/ cansa mi principal costumbre de recordar un/ nombre/ y ya voy figurándome que soy algún portón/ insomne/ que fijamente mira el ruido suave de las sombras/ alrededor de las columnas distraídas y grandes/ en su calma”. Eso es poesía: otorgarle a la piedra fría (y perfectamente destruible) el aliento eterno del ensueño. Anett se detenía delante de grandes puertas, fotografiaba la silueta de un campanario neogótico casi confundido entre la multitud de formas arquitectónicas, descubría un capitel cubierto de telarañas, seguía con la vista el encaje herrumbroso y rococó de una verja. Anett de alguna forma también escribía un poema. Ella, que es una criatura limpia y francamente etérea, se las arreglaba mejor que yo en medio del caos. A mí me atormenta la Calzada, ni siquiera logro abstraerme frente a un vitral milagrosamente conservado, frente la curva graciosa de una escalera. El entorno me aplasta. “Todo esto está condenado a desaparecer, más temprano o más tarde —comentaba Anett. Para resolver el problema del transporte habría que hacer aquí una autopista, por lo menos sería necesario destruir una cuadra de edificaciones a ambos lados de la calle”. Anett hablaba con cierta melancolía. Quise animarla: De cualquier forma estas calles ya están salvadas por los poetas, habitan una dimensión que no conoce destrucción. Pero ni yo mismo quedé convencido con mis razones. La mayoría de los hombres y las mujeres que viven por aquí nunca ha leído el poemario de Eliseo Diego. ¿Qué les importa el insomnio de los portones o el ruido suave de las sombras? ¿Qué saben de los valores patrimoniales de las paredes que los guardan? Lo de la mayoría de la gente aquí es algo más sencillo y contundente: comer, vestir, amar. Vivir. La demasiada luz no es para ellos una metáfora: es el castigo de las doce sin sombrilla.

Foto: Anett Ríos Jáuregui

Salir de la versión móvil