Ese rufián

Una lectora habitual me escribe en Facebook y me recuerda que prometí contar la historia de mi bisabuelo paterno, ese rufián de marca mayor, ese villano de melodrama que lamentablemente hizo de las suyas en la vida real. Ahora me doy cuenta de que olvidé su nombre, hace algunos años lo sabía, pero lo olvidé por completo. Es muy probable que su memoria se haya perdido para siempre, pues muertos todos sus hijos, muerto mi padre (su nieto) nadie más va a recordar sus señas. Lo único que sé es que se apellidaba Ruiz. En su juventud mi bisabuelo era un hombre muy apuesto, muy elegante. No tenía muchos recursos, pero no le faltaba gracia. Era un seductor, un manipulador, he llegado a pensar que un psicópata. Enamoró a mi bisabuela y consiguió casarse con ella. Mi bisabuela era hija de gente adinerada, aportó una considerable dote. Esa fortuna ya había sido dilapidada cuando nació mi padre. La dilapidó mi bisabuelo, que era un jugador compulsivo y un vago redomado. Mi bisabuela enfermó de pena y murió cuando mi padre tenía unos pocos años. Ya les conté lo que le hizo mi bisabuelo a su hija cuando se enteró de que estaba embarazada sin hombre al que responsabilizar a la vista. El caso es que ese señor, muerta su esposa, se casó con otra mujer y casi se olvidó de que tenía un nieto. Mi abuela enfermó y mi padre fue internado en un asilo para niños huérfanos. El señor Ruiz no se preocupó demasiado por su suerte. Murió mi abuela, mi padre cumplió los años límites para estar en el asilo y regresó a Camajuaní. Su abuelo no quiso hacerse cargo de él. Se fue con una tía muy pobre y cargada de hijos. Al poco tiempo se fue para Violeta y allí fue enderezando su vida. Ya a finales de los cincuenta estaba bien encaminado. ¿Y quién creen que se apareció entonces a reclamar atenciones? Adivinaron: mi bisabuelo. Su nueva familia no quería saber de él y a él no se lo ocurrió otra cosa que buscar a mi papá.

Familia obliga, decía mi padre. No le quedó  más remedio que acoger a su abuelo que estaba enfermo y desgastado, pero que mantenía un mal genio de apagar e irse. Los golpes de la vida no lo habían ablandado. Estuvo meses en cama, haciéndole la vida imposible a mi padre y a todas las personas que estaban a su alrededor. Le decía: “Yo sé que tú no me quieres, yo tampoco te quiero a ti, pero hay una realidad que no puedes olvidar: si no fuera por mí, tú no estuvieras aquí. Me debes la vida, así que tienes que cargar conmigo”. Mi padre se rebelaba a veces: “Pero tienes otros hijos, que te cuiden ellos”. El viejo encogía los hombros: “Prefiero que me cuides tú, estoy cansado de sus regaños”. Desde su cama el viejo armó chismes, calumnió a medio Violeta, pretendió seducir a una novia de mi padre, robó dinero y estafó a más de uno. Era una desgracia. Cuando se sintió mejor, se largó sin despedirse… y llevándose todo lo valioso que se encontró en la casa. Mi padre, no obstante, respiró aliviado. Ojalá no regrese nunca más —decía. Pero el viejo regresaba cuando menos lo esperaban. Una madrugada a finales de los sesenta tocó la puerta. “Ahora sí vengo a morirme”. Mi padre lo miró incrédulo. “Pues vas a tener que esperar a que yo regrese de mis vacaciones, me voy mañana para La Habana”. Mi padre se fue de vacaciones y el viejo se echó a morir. Se murió un día antes del regreso de mi papá. Pero antes de morirse hizo de las suyas. Casi en las últimas le dijo a la señora que lo cuidaba: “Cuando me muera, vístanme con las mejores ropas que Nórido tenga en ese escaparate y pónganme estos zapatos tan lindos”. Cuando llegó mi padre, encontró el velorio. Se echó a llorar. Una amiga lo consoló: “¿Lloras por el dolor de perderlo?” Mi padre respondió: “Lloro de felicidad. Ese viejo era un rufián. Y que no piense que lo van a enterrar con mis zapatos”. Descalzó el cadáver y se tomó una cerveza.

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