Esperando

El ómnibus paró en la carretera que va de Guantánamo hasta la autopista de Santiago de Cuba. Iba a demorar un poco, había que arreglar un desperfecto. Me aburrí de estar sentado y pensé bajar. Había visto a un hombre sentado en el borde del camino. Le hice la foto que están viendo ahora. Decidí bajar. Todavía no era ni media mañana. El paisaje era hermoso, aunque se notaban las huellas del huracán Sandy: aquí y allá se veían palmas desmochadas, árboles “despeinados”, casas sin techos. Pero el paisaje seguía siendo hermoso. Caminé alrededor de la guagua, estiré las piernas. Por fin me acerqué al hombre sentado. Hablaba con alguien que se había acercado, un anciano que a juzgar por la profundidad de sus arrugas debería tener más de noventa años.

—¿Qué haces? —preguntó el viejo.
—Esperando —respondió el sentado.
—¿A quién estás esperando? —volvió a preguntar el viejo.
—A nadie, no espero a nadie. Me senté aquí a esperar y ya.

El chofer del ómnibus avisó que ya todo estaba arreglado, que íbamos a seguir viaje. Subí corriendo, pero la extraña conversación me inquietaba. Si no esperaba a nadie, ¿qué esperaba aquel hombre? Aquello me pareció el diálogo de dos personajes de Carson McCullers en una novela sureña con poca peripecia y mucha densidad psicológica. Quizás estuviera exagerando, quizás el hombre solo estaba cansado. O quizás esperaba que fuera una hora determinada, o a que llegara el camión que lo llevara al trabajo. O qué sé yo. Lo más seguro es que aquel trozo de conversación no tuviera grandes repercusiones. La guagua arrancó y el hombre siguió sentado en el borde. El viejo se alejaba arrastrando los pies. Yo iba algo deprimido: en los ojos de aquel hombre vi la misma desesperanza que un día vi en los de mi vecino Lázaro.

Lázaro era el padre de Diosdada, nuestra vecina del primer piso. No sé qué edad tenía, solo sé que era viejísimo. Lo conocí ya renqueante, lleno de achaques, con malas pulgas. A mí siempre me trató bien. “Estás bien educado —me decía—, estoy cansado de chiquillos contestones”. Algunas tardes, cuando venía de la escuela, lo encontraba balanceándose en su balcón. Siempre me gustó escuchar cuentos de viejos, así que lo acompañaba un poco. Tenía obsesión con el pasado: “En la esquina, donde ahora está la bodega, había una tienda por departamentos. Te vendían todo lo que te diera la gana. Y todo era bueno y barato. No como ahora, que todo el mundo compra lo mismo y nada sirve… ¡Los zapatos y la ropa de antes te duraban toda la vida! ¿Tú ves estos mocasines? Son del año 57… ¡y todavía sirven!” A veces yo me atrevía a contradecirlo: “Pero dice mi abuelo que vendían de todo, pero que casi nunca había dinero para comprarlo”. “¡Ese sería tu abuelo! Yo sí tenía mi dinerito” —se molestaba y ahí terminaba la conversación. Era así un día sí y otro no. Pero una tarde me lo encontré sentado en un banco del parque. Tenía la mirada perdida. Le pregunté qué le pasaba, qué hacía. Demoró en contestar: “Aquí me ves, sentado sin saber qué hacer. Me he dado cuenta de que ya no tengo ilusiones, ni ganas de discutir con nadie”. Me preocupó un poco: “¿Le duele algo?”. Me miró y sonrió un poco: “Me duele el alma”. “¿Quiere que lo acompañe a su apartamento?” “No, me voy a quedar aquí… esperando”. Unos días después murió Lázaro. En su cuarto, en su cama, tranquilamente. Se murió de viejo, dijo mi mamá. Pero mi padre fue más contundente: se murió de aburrimiento. Ojalá que el hombre de la carretera se haya levantado y haya seguido. Seguro lo hizo; no era un hombre viejo. Mi abuelo decía: lo único que se espera es la muerte. Lo demás hay que salir a buscarlo.

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