Estrellas

En la ciudad no es lo mismo, el cielo nocturno no es el tapiz maravilloso lleno de estrellas. Prueben a ver el cielo en medio del campo, lejos de las luces de la civilización. La noche señorea sobre las cosas y las criaturas, como un manto ligero y al mismo tiempo cerrado. Y cuando uno alza la cabeza (si no hay nubes) el espectáculo es sobrecogedor. Miles y miles de astros titilan en la inmensidad oscura. Es una tela con lentejuelas, es una capa de mago agujereada, es una sinfonía caprichosa de cocuyos. Lo digo porque lo he visto muchas veces. En la finca de mis abuelos, cuando era muy niño, salía al portal a ver las estrellas. Intentaba contarlas y perdía siempre la cuenta. “Mientras más estrellas cuentas, más estrellas aparecen” —me dijo un día mi tío Claudio. Era verdad, de la nada, casi imperceptiblemente, “nacía” una nueva. A veces avistábamos estrellas fugaces.

—¡Pide un deseo! —me urgía mí abuela.

—Pedí que no te murieras nunca.

—Pues no se va a cumplir, porque no puedes decir lo que pides.

—¿Te vas a morir entonces? —me sobresaltaba.

—Sí, pero no por ahora.

Una noche mi abuelo me dijo que cada estrella era un sol. “Las ves pequeñas porque están lejísimos. No pudieras llegar ni aunque te montaras en un cohete. Algunos de esos soles ya se apagaron hace muchos años, pero los ves todavía porque la luz sigue viajando por la noche”. No había manera de que yo entendiera esa paradoja de poder ver lo que ya no existía. Mi abuelo se encogía de hombros: “Yo tampoco lo entiendo, la verdad, estoy esperando a que te hagas grande para que me lo expliques”. Me hice grande y creo que nunca le expliqué. Ellos se mudaron para el pueblo y allí, se sabe, la noche es distinta.

Cuando estaba cumpliendo el Servicio Militar me mandaron con otro recluta a hacer guardia en una plantación de frijoles que tenía el Estado Mayor a unos 5 kilómetros de Violeta. Eran años difíciles, todo el mundo tenía que “autoabastecerse”. Y el robo de cosechas estaba a la hora del día, así que había que montar vigilancia permanente. Yo no quería ir porque mi trabajo habitual era de oficina, no me hacía mucha gracia cargar con un fusil en medio del monte. Pero ya se sabe que en el ejército no se discuten las órdenes. Llegamos a aquel paraje a eso de las nueve, ya era noche cerrada. Solo se escuchaba el sonido de los grillos y de cuando en cuando el ulular de algún pájaro. No había nubes, no había luna, no había viento. Éramos nosotros dos en medio de un campo sembrado, y alrededor la nada. Tuve miedo. Mi compañero lo notó y me consoló: “No te preocupes, voy a hacer un tiro al aire y así los ladrones sabrán que andamos armados”. Así lo hizo, el disparo desgarró la serenidad densa del lugar. Pero enseguida se hizo otra vez el silencio. Nos acostamos sobre un montón de paja, miramos el cielo. “Cuando era niño, yo quería ser cosmonauta —monologó el recluta—; pero mi papá me dijo que eso estaba muy difícil, fíjate que en toda Cuba ha habido uno solito, así que lo mejor que hacía ya que me gustaban tanto las estrellas era estudiar astronomía. Lo que no me dijo es que hacía falta saber mucha física para eso, y yo y la física no nos llevamos bien. Ni siquiera sé si se estudia astronomía en Cuba. El caso es que lo que voy a estudiar es contabilidad, nada que ver. Eso sí, me aprendí todas las constelaciones. Te las voy a enseñar, aquí se ven claritas claritas…” Empezó a mostrármelas hasta que yo me quedé dormido. En algún momento me desperté sobresaltado. “¡Disculpa!” —le dije apenado. Sonrío: “No te preocupes, duerme tranquilo, yo me quedaré despierto; si me aburro empezaré a contar estrellas”.

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