Fango

En Violeta la tierra es colorada. Intensa, rabiosa, pegajosamente colorada. Es tierra buena, dicen los que saben. Tierra fértil. Violeta vive su apacible devenir marcado por su central y por su tierra. Cuando estaba en la Vocacional (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas, para los que no sepan de lo que estoy hablando), la gente se burlaba de Violeta: “tú vives allá donde el diablo dio las tres voces; allá lo único que hay es fango y tierra colorada”. Al principio me molestaba mucho, porque los que lo decían eran los muchachos de Ciego de Ávila y Morón, nacidos frente al asfalto, creyéndose habitantes de grandes ciudades. ¡Pamplinas! Ciego y Morón son en todo caso pueblos grandes, todavía están demasiado cerca de la tierra. Los enfrentaba: “Gracias a ese fango tú comes viandas de cuando en cuando. Violeta es uno de los graneros de este país”. Eran años difíciles los de mi preuniversitario, los años del más duro período especial. Yo no pasé mucha hambre porque mis abuelos tenían finca y mi papá trabajaba de económico en una cooperativa. Pero la gente en las ciudades la pasaba mal: había muy poca comida. El argumento de que vivía en un municipio eminentemente agrícola debería callar a los que se burlaban, pero no los callaba. De cuando en cuando se ponían muy pesados: “en los zapatos y en la ropa tienes las marcas de la tierra; tú mismo te ves algo empercudido”. Era incierto: mi madre lavaba mi ropa ejemplarmente, y yo siempre he sido muy limpio. Pero lo de aquellos niñatos de ciudad era burlarse por burlarse. Yo dejaba de hacerles caso y cuando notaron que me daba lo mismo lo que dijeran, se cansaron de reírse de mi pueblo. En aquella escuela siempre había gente que vivía en pleno campo, en caseríos que yo mismo nunca había escuchado (Fidelina, Tres Marías, El Purial, La Carolina…) y con ellos la tomaban entonces los de Ciego y Morón. E incluso los que vivían en municipios más pequeños. Esa era la lógica de los preuniversitarios en el campo: en tu dormitorio siempre hay alguien más jodido que tú. ¿Se burlan de ti?, pues te burlas del otro. Que conste: yo nunca me burlé de nadie.

El otro día entrevisté a la protagonista de la telenovela de turno (los que viven en Cuba saben que se ambienta en un pequeño poblado del campo) y me dijo algo interesante: “los campesinos se ensucian muy poco, los de la ciudad van a trabajar al campo y se enfangan hasta el pelo, pero los que viven allí siempre van limpios”. No había pensado en eso, pero tiene toda la razón. De niño, cuando iba a la pequeña finca de mis abuelos, a veces me iba a guataquear al campo (por pura solidaridad, no por obligación: mi abuela decía que los niños estaban para jugar, no para ir al surco a doblar el lomo), me iba “a ayudar” a mi abuelo. Más que ayudar lo que hacía era molestar, pero mi abuelo se enorgullecía de mi disposición. Recuerdo que a los diez minutos ya tenía toda la ropa sucia. Y mi abuelo, sin embargo, llegaba a la casa después de cuatro horas y media de trabajo sudado pero sin rastros de tierra. No me lo explicaba. Cuando mi abuela nos veía llegar protestaba: “Victorino, te he dicho muchas veces que no te lleves al niño para el campo, mira como viene: una bola de fango. ¡Arriba —me ordenaba— quítate esa ropa y vete para la batea!” Ahí me restregaba con una esponja enjabonada, mientras yo gritaba: “¡Suave, abuelita, suave! Pero por la tardecita yo ya estaba de nuevo sucio hasta la vergüenza. Los días de lluvia eran los peores (para mi abuela, se entiende), porque mi hermano y yo nos revolcábamos literalmente en los fangueros. Alguna vez escribí que el que no lo ha hecho se ha perdido una de las más sublimes sensaciones: la sensual despreocupación. Ahora pienso que para mi abuela y mi mamá no debió haber sido fácil lavar aquella ropa, pero uno era un niño y no se detenía en esas consideraciones. Fui creciendo, entré en el pre y después vine a estudiar periodismo a La Habana. Un día, ya graduado, fui a visitar a mis abuelos a su nueva casa en el centro de Violeta (estaban muy viejos, tuvieron que acercarse a sus hijos en el pueblo). Había llovido mucho: me enfangué mucho y me molesté: “¡Maldito fango!” Mi abuelo se encogió de hombros: “Te has hecho un hombre. Uno deja de ser niño el día que te deja de gustar el fango”.

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