Gabriel García Márquez nos mira desde el cielo

Gabriel García Márquez ha muerto este jueves, jueves santo, en la placidez de su residencia en México, rodeado de cercanos. Gabriel García Márquez ha muerto y con él casi se ha cerrado un ciclo, el de los grandes escritores del boom, los que pusieron a América Latina en el mapa universal de la literatura de la segunda mitad del siglo pasado; quedan algunos, claro, pero ya son muy pocos, ha muerto ahora quizás el más grande, o por lo menos el más universal, el más publicado, el más traducido, uno de los más queridos. Gabriel García Márquez alumbró un mundo, un mundo que teníamos alrededor pero al que no le hacíamos demasiado caso, tan embelesados andábamos con las luces que llegaban desde Europa. Claro que García Márquez nos lo pintó con sus muy particulares colores, que eran los colores de su abuela y de esa larga cadena de ancestros que se pierde en los albores del nuevo mundo. La gloria le llegó con esa novela inmensa, Cien años de soledad, pero cuando la escribió ya había escrito páginas inolvidables: cuentos, novelas y mucho periodismo, reportajes y crónicas deliciosas. Se habla mucho del García Márquez novelista, narrador impenitente de ficciones, pero la verdad es que su periodismo es también deslumbrante. Es más, sus novelas se nutren del periodismo y el periodismo se nutre de sus novelas en un maridaje donde es complicado encontrar inicios y finales. Vivió intensamente, en las buenas y en las malas. Viajó mundo y volcó sus andanzas en páginas palpitantes, algunas de ellas no tan perfectas desde un punto de vista esencialmente gramatical —el escritor clamaba una y otra vez por la simplificación de la ortografía, cepo del idioma—, pero tan vivas, tan seductoras, tan arrebatadoramente líricas (sin pedantes intenciones de serlo)… que difícilmente pudieran resultarles inocuas a cualquier lector. Gabriel García Márquez era (sigue siendo) el escritor de todos: de los lectores elitistas (incluso de los que lo leían con cierta displicencia, admiradores de estilos más depurados); de los devoradores de peripecias; de los estudiantes de secundaria, bachillerato y universidad (la novela en la taquilla); del lector ocasional, del que lee en el aeropuerto o en viaje en tren; del lector que apenas lee y un día se maravilla con la saga de los Buendía. Como todos los grandes, contó con legiones de imitadores (conscientes o inconscientes, reconocidos u olvidados) y él mismo, en su momento, tomó mucho prestado, ya se sabe que la literatura es un camino de muchas idas y vueltas. Pero en definitiva, Gabriel García Márquez coció su propia salsa, perfectamente identificable en su multitud de aromas y sabores, rica, sustanciosa, sensual, afrodisíaca. Se ha dicho mucho: la vida es el jardín pasajero (pletórico o mustio); pocos lograrán romper los sortilegios del olvido. Gabriel García Márquez es uno de los pocos, poco entre los pocos. Se ganó un lugar casi eterno a golpe de ocurrencias. Está salvado. Ay, ojalá que de verdad hubiera vida más allá de la muerte, ojalá que Gabriel García Márquez (su espíritu volátil) se pueda regodear en ese cielo de invenciones que habitan sus personajes, esas criaturas de tinta y papel que sentimos respirar, como si les pudiéramos tocar el pelo.

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