Gorros, tarritos, barbas postizas

Parece que algunas tradiciones vuelven, ante el imperio de las circunstancias. Hace unas décadas apenas se celebraba la Navidad en Cuba (en todo caso era una celebración familiar y religiosa) y ahora la gente se desea feliz Navidad en la calle, con el mismo espíritu con el que auguran un buen año nuevo.

Hace algunos años no abundaban los árboles adornados con cadenetas de luces y bolas de cristal, el típico abeto navideño… Y ahora están en cualquier parte, en las casas y en los comercios y restaurantes. Ni que decir en los flamantes “negocios privados”. Todavía no los han emplazado en los edificios administrativos, pero tiempo al tiempo.

Yo, aunque sea poco dado a las celebraciones y esté muy poco familiarizado con prácticas religiosas, veo con buenos ojos este renacer navideño, porque de alguna manera contribuye a reunir a las familias y a los amigos en un empeño y un ambiente festivos, optimistas… cosas que hacen mucha falta en los tiempos que corren.

Por mí, que llenen la ciudad de guirnaldas y que se canten villancicos en todas las esquinas. Ni siquiera me detengo a valorar las maneras en que se restaura la tradición, si tiene o no basamentos culturales sólidos. El caso es que la gente la pasa bien y no hay que meterle demasiado cabeza al asunto.

Es más, aplaudiría con todas las fuerzas que los comercios fueran más allá de la cadeneta y el cartelito luminoso y ofrecieran verdaderas ofertas especiales por la fecha: rebajas, promociones, combos, rifas… Pero este sigue siendo un país de singulares (por momentos absurdas) prácticas comerciales. (No me voy a regodear en el tema porque me alejaría del espíritu de las fiestas).

El caso es que compré mi botella de sidra para el 24 de diciembre y hasta brindé por una feliz navidad, no voy a ser yo el imperfecto.

Con lo que sí no puedo, y les juro que ya es hasta por razones puramente estéticas, es con los gorritos rojos y los tarritos de reno que se han puesto (que le han puesto a) los camareros de algunos negocios, privados y estatales.

Habrá quien dirá que se trata de una apropiación acrítica de una visualidad foránea, pero yo no voy a caer en esas teorizaciones: a mí sencillamente me parecen una extravagancia, con perdón de los que los usan con placer.

Estaba la semana pasada en una cafetería en Miramar y una niña de unos cuatro años miraba asombrada a una de las camareras, ataviada con una esplendorosa cornamenta multicolor.

Cuando la camarera se acercó a la mesa de la niña la chiquilla le soltó de pronto, para sorpresa avergonzada de sus padres: “¿Tú eres una chiva?”

La camarera lo tomó bien, hasta se rió lo suyo. Pero enseguida se quitó los tarros. “Muy grande estoy yo para andar disfrazada”, le comentó por lo bajo a una de sus compañeras.

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