Gratitud

Hace exactamente cuatro años renací. No se suponía que yo estuviera ahora escribiendo esta columna. Tuve un serio accidente cerebral, un hematoma subdural agudo. Necesité una operación de urgencia, que afortunadamente salió bien. Fui un elegido. No son todos los que sobreviven esa patología, los que salen vivos del quirófano. Y de los que se salvan, son pocos los que no tienen que sufrir secuelas, entre las que se cuentan serias reducciones de la capacidad intelectual. Yo no los voy a agobiar con más detalles, solo les diré que estoy bien. Si soy menos inteligente que antes, no me he dado cuenta. Algunos amigos dicen que mi recuperación fue un milagro, obra divina, pero yo les digo que más bien fue obra humana. Yo le debo mi vida a una neurocirujana. Se llama Diana.

Siempre he dicho que entre todos los oficios, hay dos particularmente nobles: el del maestro y el del médico. Está claro que, por lo menos en Cuba, no son de los más pagados. Y lo paradójico es que en buena lid no tendríamos con qué pagarlos. Yo quiero creer que el mejor premio para un médico es ver a su paciente sanar. Y sé que para la mayoría de los médicos es así. Pero también sé que la vida es dura, que es difícil llegar a fin de mes, que el salario no alcanza para nada. Por eso no dejo de admirarme cuando un médico hace bien su trabajo, cuando se entrega con denuedo a su obra, cuando asume su trabajo como si de un sacerdocio se tratara.

“No tienes que agradecerles nada en especial —me dijo un día un amigo—; es su deber. De la misma manera en que tú te levantas todos los días a hacer tu trabajo, ellos deben levantarse igual. No deberían trabajar para que los premiaran, sino por el sencillo placer de trabajar. Como tú, cuando escribes un artículo”.

Alguna razón tendrá mi amigo, pero yo me resisto a comparar un artículo periodístico con una operación complicada. Ya lo decía uno de mis profesores en la Facultad: el periodista publica sus errores, el médico los puede matar. El nivel de responsabilidad, digan lo que digan, es sensiblemente distinto. La tensión con que se suele trabajar también. Y el resultado es incomparable. Por mucho que yo haga llorar o reír a alguien con una crónica, ninguna de esas emociones se puede equiparar a la de un familiar o un amigo sanado, a nuestra propia emoción al sabernos a salvo.

Hablo por experiencia. Si yo pudiera le hiciera un monumento a Diana, una de las neurocirujanas del hospital Calixto García. Pero como no soy escultor, ni arquitecto, ni dirigente, le escribo este elogio. Porque Diana es una mujer sencilla, valiente, decidida, abnegada… y todos esos adjetivos que uno ponía de carretilla cuando le mandaban a valorar a un personaje histórico en las clases de historia de Cuba. Porque Diana va a trabajar por un compromiso que no tiene que ver precisamente con el salario. Porque Diana es feliz cuando comprueba que uno de sus muchos pacientes ha rebasado una situación problemática…

Diana merecería el doble de su sueldo y mucho más. Y merece todos los regalos que le obsequian (y que ella nunca pide; la ética siempre por delante). Y así y todo siempre vamos a quedarnos en deudas con hombres y mujeres como Diana.

Por eso, queridos lectores, yo me molesto tanto cada vez que cualquier funcionario de una oficina pública, cualquier dependiente de cafetería, cualquier policía, cualquier vendedor de tiendas por CUC o CUP, cualquier portero, cualquier conductor de metrobús me maltrata y se justifica diciendo que gana muy poco, que está mal pagado. Diana también está mal pagada. Y así y todo entra al quirófano, con todas las ganas y salva personas. A mí.

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