Hay que seguir

Foto: Yuris Nórido

Foto: Yuris Nórido

Bueno, ya quedaron atrás los días festivos, así que no se supone que tenga que parecer optimista por más que a mí me guste serlo y parecerlo. Estuve tres días prácticamente sin salir de mi casa y con la primera persona que me encontré apenas me decidí a poner un pie en la calle fue con el vecino del primer piso.

—Felicidades —le dije, aunque ya habían pasado tres días desde el feriado.

—Gracias —responde abatido, sin ganas, por decir algo.

— ¿Qué pasa? ¿Algún problema?

—Nada en particular, lo de siempre, que este mundo está loco y no aparece el loquero que lo acabe de curar.

—Eso ya lo sabemos, Fulano, y la verdad es que no podemos hacer mucho. Trata, por lo menos, de hacer las cosas bien. Haz lo que te corresponda y trata de hacer un poquito más de lo que te corresponda. Y refúgiate en tu casa cuando estés cansado.

— ¿En mi casa? Mi casa está peor que el mundo. Entro porque no me queda más remedio, de lo contrario tendría que dormir en la calle.

La verdad es que me quedé sin saber qué decirle.

— ¡Anímate! A lo mejor este es tu año…

—Estaba pensando que lo mejor sería volverse loco. Los locos son muy felices.

Me encogí de hombros, lo dejé por incorregible. Me fui caminando hasta la parada de la guagua. Ahora resulta que para llegar a la parada tengo que caminar el doble, pues la Empresa de Ómnibus ha decidido hacer un desvío por el mal estado de la calle principal.

Yo puedo llegar a entender a los funcionarios de la Empresa, preocupados por la conservación de los ómnibus; pero me cuesta entender la indolencia de tantas otras instancias del gobierno local: ¿cómo es posible que nadie se decida a resolver el problema? Abren para arreglar un conducto de agua y después nadie viene a asfaltar, así de simple.

Miles de personas (incluidos ancianos) tienen ahora que caminar más de un kilómetro para coger una guagua y eso no parece quitarle el sueño a nadie que no sean los miles que tienen que pasar el trabajo.

Me fui poniendo de mal humor.

Paso por una esquina y dos chiquillos que no pasarían de los diez años le gritan a un tercero que se esconde detrás de un muro.

Le gritan horrores, a toda voz, una seguidilla de malas palabras e improperios que no me siento capaz de repetir aquí, por elemental respeto a mis lectores.

Siento ganas de regañarlos, pero me contengo. Serían capaces de armarme el escándalo a mí. Y ya voy lo suficientemente cargado como para sumarme otra molestia.

De pronto aparece una mujer que grita más alto que ellos:

— ¡Fulano y Mengano, no coman más p… y vengan para la casa! ¡Me tienen hasta el último pelo con esa gritería! ¡Que se vaya para la p… el comemierda ese! ¡Acaben de venir para la casa a ver si se comen el cabrón almuerzo!

De tal palo, tales astillas. Me sigo deprimiendo.

Llego a la parada y dos señoras hablan de los precios del tomate:

— ¡Veinte pesos, mijita! Ahorita están más caros que la carne. Y si tú me dijeras que son tomates lindos, buenos… Pero no, mi amor, estaban fofos, hasta medio podridos. ¡Un descaro!

—Yo no sé hasta dónde vamos a llegar —se lamenta la otra.

—Yo sí sé: ¡a la debacle!

Tuve ganas de regresar a mi casa y meterme en la cama, con una almohada en la cabeza. Demasiados malos augurios en la primera salida del año. Evoqué en silencio los mensajes optimistas del Noticiero de Televisión, pero no sirvió de mucho. Sentí un peso, y no solo mi peso: el de mi vecino, el de la madre malhablada, el de las dos señoras horrorizadas por el precio del tomate…

Y entonces apareció una viejecilla muy pizpireta, bien peinada y maquillada, que saludó amablemente cuando llegó junto al grupo.

Había unas flores silvestres junto a la parada y la anciana se detuvo a mirarlas. Se llevó las manos al pecho:

— ¡Que florecitas tan lindas! ¡Solo por ver estas florecitas ya vale la pena salir a la calle!

Les juro que escucharla me sacó a flote. Mientras haya gente que se detenga a admirar una florecilla cualquiera, habrá esperanza. Puede parecerles un poco cursi, pero a mí me cambió el día.

 

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