Huerto escolar

No he vuelto a sentir la desazón de estar frente a un surco que casi se pierde en el horizonte, plantaciones infestadas de malas hierbas que había escardar antes de que acabara la jornada, sol implacable sobre las cabezas, tierra seca y apisonada que hacía difícil arrancar de raíz los hierbajos…

Ese era, entre todos, el peor momento de mis años de estudiante: el día del huerto escolar, o el de la movilización hacia los grandes campos de cultivo en las afueras del pueblo.

Estoy a favor de que la escuela vincule el estudio con el trabajo socialmente útil, de manera que el niño comience a tener conciencia de sus responsabilidades con el contexto, de manera que cree y consolide nuevas habilidades… pero pienso que en algún momento se nos fue la mano, al menos en la aplicación puntual de esa estrategia.

Me recuerdo con once o doce años discutiendo con el “tío” que regenteaba el huerto de mi escuela, llamémoslo Antonio, para no herir sensibilidades.

–No voy a poder terminar este surco antes de las cuatro y media…

–¡Pues te quedarás hasta que lo termines!

–Me va a coger la noche aquí.

–¡Nadie te manda a ser tan vago! ¡Mira como Fulano ya está terminando!

Les juro que no era particularmente vago. Pero está claro que hay niños más capaces que otros. ¿Qué culpa tenía si era menos fuerte que otros compañeros míos?

Me esforzaba y me esforzaba y casi nunca terminaba mi surco. Tampoco me permitía lo que hacían otros alumnos: hacer mal el trabajo, no arrancar todas las hierbas; eso me parecía una falta de respeto, recordaba a mi abuelo –toda una vida dedicada a la agricultura– diciéndome que si uno iba a hacer algo, había que hacerlo bien.

Yo me esforzaba y así y todo tenía que soportar la humillación de que al final de la sesión Antonio me pusiera entre los rezagados y se burlara de mí.

–Será muy bueno en las clases, pero en el campo no sirve para nada. Lo mejor que hacen es dejarlo en la escuela fregando bandejas…

Y los niños (algunos niños) se reían a carcajadas.

Alguna que otra vez, incluso, Antonio me daba un cocotazo o me halaba una oreja porque en su opinión no me estaba esforzando al máximo. Nunca di las quejas. Y lo que más me molestaba es que Antonio era conocido de mi padre y se saludaban cada vez que se encontraban.

Los niños querían que yo le dijera a mi madre (que era maestra de la escuela) que Antonio nos maltrataba, que nos trataba como esclavos (no había que exagerar, pero casi), pero yo siempre tuve una estricta noción de la ética, y dar quejas de los maestros y auxiliares la contradecía.

Ahora, después de tantos años, estoy convencido de que Antonio era un abusador, de que se aprovechaba del trabajo de los niños, de que sus métodos no tenían nada de pedagógicos ni formadores. Puede que hubiera muchos como Antonio en otras escuelas. Pero al menos en la mía, la dirección no parecía notarlo.

Un día mi hermano llegó a la casa con una herida en la mejilla. Mi madre le preguntó qué le había pasado. Fue Antonio –respondió cabizbajo–, me regañó por jugar con los tomates y sin querer me enterró la uña en la cara…

Mi mamá se molestó mucho: “Sin querer o queriendo. Él no puede tratar a ningún niño así. Esto no va a quedarse así”.

Expulsaron a Antonio del huerto escolar, pusieron en su lugar a un viejecito amable, que explicaba incluso las bondades de los vegetales. Las horas en el campo fueron mucho más pasables, aunque yo casi nunca terminara el surco nunca me señalaron por eso. Antonio se peleó con mi madre y con mi padre, y cada vez que nos veía a mi hermano o a mí nos decía, sin disimular el desprecio:

–Ustedes son unos chivatos, los hombres no van con chismes por ahí, ustedes son unos mariquitas.

Y nosotros, niños discretos, nunca se lo contamos a mi mamá.

 

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