Ira

Tarde, como casi siempre, he visto Relatos salvajes, la película de Damián Szifron. Muchas referencias ya había tenido, así que no me sorprendió nada de lo que allí aconteció. Una amiga me dijo que se había turbado en el cine ante la carcajada de los espectadores cuando en la pantalla estaban sucediendo cosas terribles, de una violencia bastante descarnada y exhibicionista. “Yo no entiendo a la gente, me pareció una tremenda falta de sensibilidad”. Pues yo a quién no entiendo es a mi amiga, porque la película está hecha precisamente para reírse.

Es como una sesión liberadora, ejercicio de expiación. Porque, señoras y señores, todos y cada uno de nosotros hemos estado en situaciones parecidas a las de algunos de los personajes. Todos hemos sentido que la ira nos va dominando, poco a poco, y hemos querido tomar por el cuello a la persona que tenemos delante, que nos está jodiendo la vida.

Lo bueno es que la gran mayoría de la humanidad no se deja arrastrar a extremos arrebatados, a puntos del no regreso. Muy mal andaríamos si le diéramos rienda suelta a nuestros más descabellados (y comprensibles) instintos. Como hacen casi todos los personajes de las historias del filme.

Me identifiqué especialmente con el protagonista del cuarto cuento, Bombita. No les voy a hacer la historia, a lo mejor todavía no han visto la película. Solo les diré que nuestro hombre sufre lo indecible por culpa de la burocracia, la corrupción, los malos manejos de ciertos funcionarios, el abuso de la autoridad, las arbitrariedades en ciertos trámites… En una sucesión desesperante de peripecias, al personaje le van llenando la cachimba, para decirlo a la manera de mi abuelo.

La venganza es terrible, tremebunda, desproporcionada. ¡Pero qué bien me sentí!, no se los voy a negar. Bombita hizo lo que yo hubiera querido hacer más de una vez y nunca me atreví. Gracias a Dios y a todos los santos que soy un hombre prudente y educado, capaz de lidiar con mis emociones.

Que quede claro, una vez más, que no apoyo soluciones tan drásticas para los muchos desencuentros de la cotidianidad. Hablar, hablar y volver hablar, incluso cuando ya no parezca que podamos resolver nada hablando: ese será siempre el mejor camino. Contar hasta diez cuando notemos que se nos acabó la paciencia. Contar hasta cien, si contar hasta diez no basta. Abandonar dignamente el campo de batalla si sentimos que ya todo está perdido…

La violencia física no puede ser la respuesta a la violencia psicológica a la que somos sometidos todos los días.

Hace como tres años tuve que hacer un trámite en la Dirección Municipal de la Vivienda en La Habana del Este. Les juro que era un trámite simple, cuestión de un cuño y una firma. No me voy a regodear en los detalles, no quiero que se carguen. Solo les diré que tardé 21 días en resolver el asunto.

Tuve que hacer colas interminables en notarías, ir y regresar a numerosas oficinas, buscar documentos, registros, poderes… Todo para que al final la persona que debía poner el cuño obviara toda la papelería e hiciera en un segundo lo que debió haber hecho el primer día. Fui presa de la ira:

—¡¿Para qué me mandó a hacer todo esto si ni siquiera lo miró?!

—Es lo que está establecido —no se dignó a mirarme a los ojos.

—¿Establecido por quién?

—Por el sistema. Yo simplemente hago mi trabajo.

—¡Pero es absurdo!

—¿Usted se va a poner a criticar al sistema?

—¡Yo critico al sistema y la critico a usted por esa manera tan insensible de aplicar el sistema!

—Por favor, no tengo tiempo para esos ataquitos de histeria…

Ante esa respuesta, enunciada con un cinismo militante, tuve ganas de romperle todos los papeles en la cara. Pero, como les aconsejé, conté hasta diez y salí de la oficina.

Después me enteré de que el ochenta por ciento de las cosas que me mandaron a hacer no eran necesarias. Quizás me mandaron a hacerlas para instarme a un soborno, cosas peores se han visto.

Tuve ganas de ir a quejarme, pero la perspectiva me agotó. Me quedé en casa, de cualquier forma ya había resuelto mi situación.

Ese es, se los digo, uno de los grandes problemas de este pueblo: ha perdido la capacidad de reclamar derechos muy elementales. Y es un círculo vicioso: las instancias de poder más elementales han perdido la capacidad de escuchar. La resignación nos ha hecho demasiado daño.

Por eso tanta gente se rió con Relatos salvajes, particularmente con el cuento de Bombita. El poder catártico del arte, suerte de tantos espectadores.

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