La hoja en blanco

Hoy no tengo ganas de escribir mi columna, pero tengo que escribirla. Bueno, quizás tener no sea el verbo: hoy debo escribir mi columna, porque sé que hay lectores que la esperan cada lunes. No serán muchos, pero son muy fieles. No les quiero fallar.

Algunas de las personas que me felicitan a propósito de estas crónicas semanales me dicen que les gustan porque están escritas como al vuelo. “Bien se ve que no pasas trabajo para escribirlas. Es como si conversaras”, me comenta una buena amiga.

Si supieran que no. Algunas, muy pocas, salen de un tirón. Sobre todo cuando tengo bien claro lo que quiero contar. Pero otras se resisten, hasta el punto de que el acto mismo de escribirlas llega a ser un suplicio.

Si al final resultan tan diáfanas y naturales como una conversación no es por mérito del autor, sino por incapacidad de llegar más hondo. La mayoría de las veces me quedo insatisfecho con el resultado, solo he estado contento dos o tres veces: son las crónicas que denomino “las redondas”. No les voy a decir cuáles son, algunas de ellas no han gozado de particular popularidad.

Ya ven,  hoy que no tenía ganas de escribir una columna, me estoy confesando a fondo. Es la suerte de los columnistas, que se podría pensar que hacen lo que les dé la gana.

Los que tienen que enfrentarse todos los días a una hoja en blanco, saben de lo que hablo: lo peor es estar seco, no saber por dónde comenzar, qué decir… y tener el compromiso de decir algo publicable, de alguna manera útil, que interese a más de uno.

Una de cada tres veces yo amanezco seco. Y son los días en que cuento justo lo que me pasó en el camino, rumbo al trabajo. Hay noches en que sueño mi columna, y me despierto en medio de la madrugada y anoto lo que sueño… Casi siempre son ideas inservibles, lo compruebo al leer las notas por la mañana.

A veces complazco peticiones, y esas son las columnas que resultan más fáciles. A veces hablo de los grandes temas del momento, pero esas columnas no me gustan mucho: los que me conocen saben que no me gusta estar en medio de un candelero.

Pero las columnas que más me duelen, las que lamento haber escrito, son las que sin mi intención lastiman a alguien… aunque ese alguien y yo no opinemos lo mismo, aunque yo piense que en definitiva tengo la razón. Muchos más me duelen, podrán imaginarse, cuando me doy cuenta de que fallé, que eso también ha pasado.

Pero son los riesgos de este oficio. Y la única alternativa sería callar.

Ahí llegamos al principio. ¿Por qué siento que debo escribir mi columna si no tengo deseos? Porque yo no puedo callar. Porque escribir para mí no es un placer, es una necesidad.

El único placer es saber que alguien (alguien que puede ser absolutamente anónimo) disfrutó lo que escribí, que a alguien le sirvió para algo, que evoqué una etapa feliz de su vida, que removí un sentimiento, o que por lo menos lo hice reír.

Solo en ese momento sonrío por dentro y me convenzo (convencerme es también casi una necesidad patológica) de que escogí bien mi profesión y que este es de verdad el mejor oficio del mundo.

Salir de la versión móvil