La paloma mexicana

Alguna que otra vez, en mi blog o en alguna que otra crónica perdida, he hablado de La Gallega, la vecina de mi abuela. La verdad es que hace mucho olvidé su nombre, si es que alguna vez lo supe. Todo el mundo le decía “La Gallega”, no sé muy bien la razón, porque ella nació en medio de la Sierra Maestra. Muy a principios de los años noventa emigró para Ciego de Ávila, como tantos otros de sus coterráneos. “La cosa estaba mala allá en Oriente, Luisita —le contaba a mi abuela—, nosotros éramos como 14 en una casa más chiquita que esta tuya, no cabíamos. Le dije a mi hermana: me voy a buscar suerte en Camagüey, allá hay trabajo. Mandé primero a mis hijos y mírame, ya estoy aquí, de vecina tuya”. La Gallega era una anciana muy fuerte, siempre animosa, servicial y habladora. Tenía una visión muy singular de los modales: pedía permiso para todo y se disculpaba cada vez que pedía permiso. Era más o menos así: “Luisita, permiso para pasar a su casa y disculpe por pasar a su casa”. A mi abuela le daba mucha gracia aquello. Un día me enteré que La Gallega no sabía leer, o sabía muy poco. ¡No me cabía en la cabeza que alguien fuera casi analfabeto treinta años después de la Campaña de Alfabetización! Quise enseñarle las letras, pero ella me dijo que no, que estaba muy vieja para aprenderlas, que con lo que sabía le bastaba, que no podía leer el periódico pero que podía sumar, restar y hasta multiplicar… y además, para que viera que ella no era tan bruta, me iba a recitar completica una poesía, Los zapaticos de rosa. Y en efecto, me recitó el poema sin equivocar ni un verso. Esa no fue la única “perla” de La Gallega. Un día me dijo que nunca había ido al cine, pero que el cine no debía ser más lindo que un atardecer entre las ramas de las matas de su patio. Me conmovió tanta sensibilidad y nobleza. Y otro día que fui a robar mangos la escuché cantando una ranchera mexicana. Cantaba muy bien.

Los que viven en la ciudad no tienen mucha idea de la pasión de nuestros campesinos por la música tradicional mexicana. Sobre todo de los campesinos del oriente del país. Casi todas las emisoras provinciales tienen programas especializados, en los que se pueden escuchar rancheras y corridos de disímiles épocas, temáticas y calidades. Radian a los clásicos del género, pero también a cualquier grupito de canta y corre. Muchas de esas canciones son auténticos melodramas en miniatura: te cuentan una historia muy enfática y pletórica de arabescos sentimentales. Se habla de celos, de traiciones, de amores imposibles, de venganzas, de gente presa por matar al amante de su esposa o a la mismísima esposa, de madres queridísimas que van a ver al hijo a la prisión, de niños abandonados en la puerta de la iglesia, de casamientos interrumpidos, de la virgen y la vela… Es la sensibilidad en flor de un pueblo, para bien y para mal. Y esa sensibilidad calza muy bien con los gustos y las necesidades de entretenimiento de muchos de nuestros campesinos. Como la mayoría de ellos viven existencias más o menos apacibles, se regocijan con los enredos y tragedias de los cantores. A La Gallega, por ejemplo, no le habían robado ni un pollo, pero lloraba a mares por las desgracias del amante despechado de cualquiera de esas canciones. “Así es la vida, niñito, a este mundo vinimos a sufrir. Y la mejor manera de sufrir es cantar nuestros sufrimientos. ¡Cantar llorando! —me dijo ese día que la sorprendí muy entonada y con lágrimas en los ojos. Cantaba con tanta inspiración, con tanta fuerza y verdad, que se me olvidaron los mangos. Ella siguió recorriendo su repertorio, que era amplio y tremebundo, mientras chapeaba el patio. Y yo me senté en un quicio a escucharla. Cuando mi abuela me llamó a gritos para bañarme, me despidió: “A partir de ahora no me digas más La Gallega. ¡Dime La Paloma Mexicana!”

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