Ladrones de bicicletas

Una imagen así es casi imposible conseguirla en La Habana. Aquí todo el mundo cuida su bicicleta como si valiera su peso en oro. Pero en el campo la vida es más sosegada, y todavía hay gente que deja sus pertenencias al alcance de todos, con la confianza de que nadie va a venir a robárselas. Esta foto la hice en Cunagua, un batey azucarero (un batey azucarero que se ha quedado sin central) en la provincia de Ciego de Ávila. Lo que ven no es un patio, al lado de esta pared ya está la calle. Todo el mundo transita por ahí, pero no había nadie velando la bicicleta, de hecho, la puerta estaba cerrada. ¡Cómo extraño esa placidez de los pueblos pequeños! Aunque, ahora que lo pienso, esa placidez la van perdiendo incluso los pueblos pequeños. Bien cerca de Cunagua, en Violeta, mi pueblo natal, a nadie se le ocurre a estas alturas dejar una bicicleta sola a la vista de todos. A mi prima le han robado ya como tres, casi delante de su cara. Los tiempos han cambiado, no cansamos de repetir (es simpático, porque los tiempos han estado cambiado desde el principio de los tiempos, pero algunos tenemos tendencia a la nostalgia plañidera), la gente ha perdido poco a poco la inocencia, o quizás sería mejor decir que mucha gente ha perdido la decencia. Contaba mi padre que en los años 50 y 60 la gente entraba al cine de Violeta y dejaba la bicicleta afuera, sin candado, si custodio. Nunca se perdió ninguna. Una vez una amiga de él no encontró la suya y le extrañó, no concebía que se la hubieran robado. Y en efecto, al rato recordó que había ido a pie.

A mí nunca me han robado una bicicleta. Y eso que he sido siempre un poco descuidado. He tenido suerte. Vi más de una vez escenas de hurto, en Violeta y en La Habana. A mi vecino del tercer piso, allá en el pueblo, se la robaron con una tranquilidad pasmosa. Estaba en su balcón y apareció un jovenzuelo desconocido. La bicicleta estaba recostada en la entrada del edificio. “¡Qué bonita!” —exclamó el tipo. Mi vecino se enorgulleció: “Me la mandaron de Alemania”. “¿Puedo dar una vuelta?” —preguntó el otro cándidamente. “Es que no te conozco” –se alarmó mi vecino. “No importa” —dijo el ladronzuelo, se montó y ojos que lo vieron ir. A las dos horas todavía estaba mi vecino esperando que regresara. Hizo la denuncia, creo que hasta retrato hablado hicieron, pero jamás volvió a ver ni al ladrón ni al ciclo. Años después todavía la gente bromeaba con él: “¿Puedo dar una vueltecita?”. Mucho menos suerte tuvo el delincuente que quiso robarle la bicicleta a mi profesora de historia de octavo grado, una señora muy mayor pero muy enérgica. La profesora entró a tomar café en casa de una amiga y dejó la bicicleta en la acera. Apareció el tunante y se montó como si fuera suya. Pero la profe, que ya estaba saliendo, con una agilidad que nadie podía imaginarse, corrió como una posesa y se subió en la parrilla, detrás del ladrón. Forcejeó un poco y el tipo perdió el equilibrio. Intentó escapar entonces, pero ya la gente se había percatado de lo que estaba sucediendo. Fue a parar a la estación de policía. La profesora alzaba los brazos victoriosa. Desde ese día la apodaron “la Superabuela”.

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