Limpiabotas

Consejos para los limpiabotas que comienzan: 

a) Lo primero es tener el zapato libre de polvo y fango. Aplicar tinta o betún sobre el calzado sucio afecta la uniformidad del lustre. Es necesario cepillar a conciencia o limpiar con un trapo húmedo antes de comenzar.

b) Colocar protectores de cartón u otro material en las perneras del pantalón. Hay que evitar a toda costa manchar la ropa del cliente.

c) Utilizar tinta y betún de buena calidad. Nada de inventos caseros que lejos de lustrar, ensucian.

d) Aplicar la tinta uniformemente, evitando “mentiras” o excesos de líquido. Se recomienda utilizar una brochita de cerdas suaves.

e) Esperar a que se seque bien la tinta antes de aplicar el betún.

f) Aplicar el betún en una capa fina y uniforme, evitar los grumos.

g) Lustrar con un trapo de algodón u otra fibra que no sea sintética. Se recomienda hacerlo con fuerza y con movimientos cíclicos.

h) Lustrar otra vez, con otro trapo.

i) Comprobar si existen zonas del zapato con lustre insuficiente. Retocar con betún si las hubiese.

j) Lustrar por tercera vez, con otro trapo.

k) Cepillar suavemente, para resaltar el brillo.

l) Mientras dura todo el proceso, ofrecer conversación al cliente. Evitar temas conflictivos, como la política, la religión o incluso la pelota, a no ser que cliente y limpiabotas le vayan al mismo equipo.

m) Mantener limpio y organizado el espacio de trabajo. Cada objeto en su lugar. La tinta y el betún en alguna gaveta o caja cerrada.

n) Llevar los zapatos propios impecablemente limpios y lustrados.

Estos consejos no son míos, yo nunca he limpiado zapatos. Es más, los míos casi siempre están lejos del lustre perfecto al que aspiran los mejores limpiabotas. Esos consejos eran de mi padre, y se los daba a todos los que querían comenzar en el negocio. El primer y último oficio de mi padre fue el de limpiabotas. “Limpiabotas profesional” —decía con mucho orgullo. Empezó a hacerlo muy pequeño, cuando salió del orfanato y fue a parar a casa de una tía muy pobre y cargada de hijos en Santa Clara. “No pude seguir estudiando, había que ganarse la vida”. Como casi todos los que empezaban, tuvo que ser primero limpiabotas itinerante, con el cajón a cuestas. Solo los establecidos tenían el privilegio de tener sillón y defendían ese privilegio con todas las fuerzas. Después de dar mucho cepillo en casi todas las esquinas de Santa Clara, se fue para Violeta a buscar suerte y allí también limpió muchos zapatos. Lo hizo tan bien, que pronto consiguió una clientela fija y el añorado sillón. Hasta que ya en los últimos años de Batista cambió de negocio y comenzó a vender periódicos y revistas. Con la Revolución se hizo contador y estuvo trabajando en oficinas hasta que se jubiló. Pero no soportó quedarse en la casa comprando los mandados. A mediados de los noventa, cuando se autorizó de nuevo el trabajo por cuenta propia, solicitó una patente para lustrar zapatos otra vez. Un amigo carpintero le hizo un sillón muy bonito, que emplazó en la estación de trenes de Violeta. “Regreso a la semilla” —les decía a todos sus amigos. Alguien le dijo que ese oficio podría resultar vergonzoso para mí, estudiante de Periodismo en La Habana. Me llamó un día y me preguntó. “Si me dices que lo deje porque te da pena que tu padre sea limpiabotas, lo dejo ahora mismo, aunque es un trabajo honrado”. Le sonreí y lo abracé—aunque tenía ganas de llorar—: “Ay, papi, para mí es un orgullo ser hijo del mejor limpiabotas de este pueblo”.

Salir de la versión móvil