Malcriados

Últimamente, por asuntos de trabajo, viajo mucho en avión. Debo aclarar que siempre a destinos nacionales: hace más de una década que no salgo de esta isla. Pero lo cierto es que ya puedo repetir de carretilla las consignas de seguridad de las aeromozas, todas las instrucciones de viaje, incluso con sus correspondientes gestos.

De viaje en viaje, algo me ha llamado poderosamente la atención: el poco caso que mucha gente le hace a algunas de las indicaciones. Está claro: a nadie se le ocurriría tratar de entrar a la cabina con un machete (obviamente no pasaría del primer control) y tampoco encendería un cigarro, pero eso último, estoy casi seguro, se debe más bien a la prohibición expresa de entrar con fósforos, mecheros y fosforeras.

Dicen por el megáfono: “No está permitido el uso de teléfonos celulares, pues las ondas que emiten interfieren con los equipos del avión”, y la señora que tengo sentada al lado ni se molesta en apagar su móvil. Es más, mientras explican cómo hay que usar los salvavidas en caso de necesidad, suena su teléfono y ella sostiene una animada conversación:

—Estoy aquí, en el avión, a punto de despegar. Cuando llegue a La Habana te llamo. Dile a Mario que no vayan a buscarme, que yo voy a coger un taxi. Antes del mediodía ya estoy allá…

Despegamos, reparten caramelos. Y la señora y su nieta abren los envoltorios y los tiran al piso, sin asomo de rubor. La niña no quiere estar sentada, se suelta el cinturón, se arrodilla en el asiento… Y es la aeromoza la que tiene que regañarla, porque la abuela está demasiado entretenida jugando a las bolitas en su celular.

Aterrizamos, por el megáfono le piden a los pasajeros que se mantengan sentados con el cinturón puesto hasta que el avión se detenga y abran las puertas… y la señora tampoco parece escucharlo. Apenas disminuye la velocidad se levanta y cuando el avión finalmente apaga los motores ella hace rato que está en el pasillo, dando empujones con sus maletines, loca por salir primero que todos.

Yo no tengo elementos para decir que la señora es una mala ciudadana. A lo mejor, incluso, es una excelente madre, vecina y amiga de sus amigos. Pero su proceder en el avión dejó mucho que desear. Y lo preocupante es que no es ella sola. Son legiones de malcriados, en la tierra y en los aires. Cuando abandono el avión observo el lamentable estado de la cabina. El piso lleno de envoltorios de caramelos, los periódicos deshojándose en los asientos, latas de refresco vacías, papeles sanitarios…

Un amigo siempre me dice: “es el eterno círculo vicioso”. ¿Quién nos asegura que esta señora, hoy mismo, no fue maltratada por alguien? ¿Cuántas veces la misma aerolínea —sus empleados, se entiende— no nos ha faltado al respeto? ¿Con qué moral van a regañar a la señora si el vuelo ha salido con dos horas de atraso y nadie se ha dignado a ofrecer disculpas?

Ese amigo casi siempre me deja sin argumentos. Me encojo de hombros y me voy a esperar mis maletas.

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