Más cuentos de haitianos

Mi padre quería que un haitiano fuera mi padrino. Eso lo he contado varias veces. El haitiano se nombraba (o lo nombraban, a muchos haitianos les cambiaban el nombre cuando llegaban a Cuba) Bonifacio. Bonifacio era muy viejo, mi abuela creía que tenía casi cien años. Andaba encorvado, pasito a pasito. Llegaba a la casa de mis abuelos y pedía café bien dulce. Era muy amable, muy cariñoso con los niños. Y mi padre me decía, medio en broma medio en serio: “Ese tenía que haber sido tu padrino. Ahí donde tú lo ves, tiene miles de pesos y no tiene herederos. Y además, te quiere mucho, como si fueras su nieto, así que todo queda en familia”.
Yo veía a Bonifacio tan humildemente vestido que no me cabía en la cabeza que tuviera tanto dinero. Un día fui con mi abuelo a la casa del haitiano, que era un rancho pequeño, con techo de guano y piso de tierra. Apenas había una cama, una mesa, una silla, un escaparate, dos calderos, un plato, un jarro de aluminio y una cuchara. Solemne pobreza. Todo muy limpio, eso sí, una cosa no tiene necesariamente que ver con la otra. Cuando nos fuimos le dije a mi abuelo que Bonifacio me inspiraba lástima. Mi abuelo se rió: “¿Por qué? ¿No ves que es feliz? Él no necesita nada más. Tiene ropa, tiene zapatos, come todos los días, tiene sus medicinas, tiene su techo. El más rico no es el que tiene más, sino el que necesita menos. No trates nunca de acumular más de lo que te haga falta, aprovecha bien lo que tienes, lo que te has ganado”. Mi abuelo intentaba darme lecciones de vida cada vez que hubiera oportunidad.
Pues bien, un día Bonifacio se murió. Y resultó que tenía casi cinco mil pesos escondidos dentro del colchón de paja. Cinco mil pesos en los años ochenta no eran poca cosa, le hubieran alcanzado para fabricarse una buena casa y amoblarla bien. Le hubiera alcanzado para pasarse unas cuantas temporadas en Varadero. Se hubiera podido comprar hasta una motocicleta. “¿Pero qué iba a hacer con tanto dinero el pobre Bonifacio —se preguntaba mi abuela—; si ni siquiera tenía hijos, ni mujer, ni parientes ni arientes?” Unas semanas antes de su muerte, intentó hacerle un gran regalo a mis abuelos, una buena cantidad de dinero, pero ellos dos se negaron: “De ninguna manera, Bonifacio, ponga ese dinero en el banco y no trabaje más, que ya está muy viejo y es hora de descansar”. Porque Bonifacio trabajó en la agricultura casi hasta el último día, con una pasión difícil de entender. “Por puro amor al trabajo” —aseguraba mi abuelo.
Yo no sé quién se quedó con el dinero de Bonifacio. Yo solo sé que me puse muy triste cuando me enteré de que había muerto. “Así es la vida —me consoló mi abuelo—; nacemos, crecemos y después morimos. A uno le da tristeza, pero tiene que reponerse. Un día yo me voy a morir y claro que lo vas a sentir, pero yo no quiero que llores más de la cuenta”. Se me salieron las lágrimas solo de pensar que mi abuelo iba a morir un día. Y de paso lloré porque Bonifacio me había prometido que me iba a llevar un níspero maduro (yo nunca había comido un níspero) y me quedé con las ganas. Claro, no lo dije porque me pareció bastante irrelevante y desconsiderado.
Poco a poco se fueron muriendo todos los haitianos de la zona, mujeres y hombres trabajadores, fuertes y animosos, bien llevados y solidarios, flacos y negros como el carbón. Todos adoraban a mis abuelos, así que pasaban por la finca, uno hoy y otro mañana, a tomarse su café o su limonada, a descansar en el portal, a compartir los chismes del día, a narrarme historias del país que abandonaron un día en busca de una vida mejor. “Yo vení de Haití mu jovencito —me contaba Bonifacio—; le dije a mi mamá: yo vengo rápido, pero no pude. Se murió la mamá y se murió to mundo y me quedé aquí. Yo trabajá mucho poque quiero volvé un día a Haití, pa ve mi casa y hacele foto pa trae pacá. Poque yo me va a morí en Cuba. Tú verá que sí”.
He discutido con alguien que me dijo que los haitianos tenían el país que merecían: “Son muy vagos, quieren vivir sin doblar el lomo”. Le pregunté: ¿cuántos haitianos has conocido? “No tengo que conocer a ninguno, solo basta verlos por la televisión”. Me rebelé ante una opinión tan endeble. Yo conocí a muchos haitianos en mi infancia y tengo que decirlo: eran personas maravillosas, laboriosas y sacrificadas. Y alegres, a pesar de los golpes de la vida. Mi padre contaba que un día encontró a Bonifacio camino al trabajo. Cojeaba. “¿Qué pasó, Bonifacio?” —le preguntó preocupado. El haitiano sonrió ampliamente: “na, que me caí en el surco, pero me levantá y seguí caminando, poque e mejó llorá caminando que llorá sentao”.

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