Medioevo

Una y otra vez he expresado mi respeto hacia las religiones, hacia algunas religiones, debo aclarar, porque hay religiones o creencias, o sectas, o ramas de algunas religiones, o religiosos que no me respetan en lo más mínimo y por lo tanto yo tampoco les debo respeto. Ellos por allá y yo por acá. Gloria en la tierra y paz en el cielo.

Alguna que otra vez, en esta misma columna, he hablado sobre el tema, con el cuidado y la responsabilidad que amerita, sobre todo teniendo en cuenta una circunstancia: cuando hablamos de religiones hablamos de la espiritualidad de las personas. Y la espiritualidad, digan lo que digan, es el mayor tesoro de nuestra especie.

Pero últimamente, cerca de mi casa, un grupo de fieles de no me queda clara qué denominación se reúnen todos los domingos para alabar al Señor y entre alabanza y alabanza he escuchado al pasar cosas tremendas, escalofriantes… cosas que yo pensaba que las iglesias de este lado del mundo habían superado hace años.

He escuchado, por ejemplo, claras celebraciones del imperio del hombre sobre las mujeres, justificadas por citas literales de la Biblia, que los predicadores ni siquiera han puesto en el menor contexto. “Si tu esposa abandona el camino de Dios, sométela. Hazle ver quién es el que manda en tu casa, después de Dios. ¿Cuándo se ha visto una mujer que pueda enfrentar los designios de su marido ante Dios y los hombres?”.

¿Para qué han servido tantos años de lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres si las mujeres reunidas en ese grupo apoyaban con aplausos y aleluyas tan disparatadas consideraciones?

Decían más: “Fulano de Tal se sentía mal, tenía una enfermedad incurable y fue una y otra vez al médico. En vano. Solo cuando se persuadió del poder inmenso del Señor, sanó por la gracia de Dios. ¿Cuál es la moraleja, hermanos? Los médicos aquí en la tierra son charlatanes. El único médico auténtico es el Señor”. Más aplausos y más aleluyas.

Por suerte no los he escuchado hablar de los homosexuales, el mensaje debe ser inquietante.

Tengo muchos amigos religiosos; de hecho, amigos practicantes, feligreses animosos de sus iglesias. Jamás los he escuchado predicar “verdades” tan conflictivas. Tengo, incluso, familiares creyentes que han sufrido graves enfermedades. Se han encomendado al Señor, claro, pero no han dejado de ir al médico.

Se cae de la mata, estos religiosos de los que hablaba ahorita se parecen a los del cuento de la inundación, los que estaban en un segundo piso y dejaban pasar botes de salvamento:

—No nos hace falta irnos en ese bote, Dios nos salvará…

Ya ahogados, tocan a las puertas celestiales y se quejan ante el Creador:

—Padre, ¿por qué nos abandonaste?

—¿¡Qué los abandoné!? ¡Si les mandé más de cuatro botes!

La cosa tuviera su gracia si los fieles fueran unos pocos, pero al culto dominical de cerca de mi casa van decenas. Y muchos son padres.

Solo espero que cuando a los hijos les duelan las muelas los lleven al estomatólogo, no me imagino que se sienten a esperar que el Señor les saque las piezas con un alicate celestial.

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