Mudos

Iba con un amigo en un P-8, de La Habana Vieja hasta Cojímar, y me sucedió algo muy desagradable. Alguien –un hombre joven, alto y musculoso– entró en el ómnibus, se abrió camino casi a empujones entre la gente, tropezó con mi pierna, casi se cae y sin pensarlo dos veces, se viró y me propinó un piñazo en el hombro.

-¡¿Por qué cojones me quisiste tumbar?!

Apenas tuve tiempo para recuperarme del susto; perplejo y adolorido protesté:

-¿Cómo se le ocurre que yo haya querido tumbarlo? Usted sencillamente tropezó.

El tipo no entendía razones. Seguía vociferando, amenazando con una tunda, ofendiéndome delante de todo el mundo. Quise desaparecer por la vergüenza.

-Yo a usted no lo conozco, ¿con qué derecho me golpea y me grita? Tropezó. No es mi culpa.

Era echar paja al fuego. Alguna gente empezó a protestar:

-¡Si van a fajarse, bájense de la guagua, que aquí hay niños!

Otros eran testigos mudos de la escena, con la indiferencia del que ve un espectáculo que no le afecta.

Fue demasiado para mí, para mi amigo. Decidimos bajarnos del ómnibus, para evitar una escalada que –teniendo en cuenta la superioridad física de mi agresor, lo absurdo de su actitud y la escasa solidaridad de los viajeros del ómnibus– iba a ser ominosa para mí.

Vimos el ómnibus partir y todavía tardé media hora para recuperarme.

Mi amigo intentaba consolarme.

-Ya pasó. Ese tipo estaba borracho, o drogado. O era un delincuente sin escrúpulos. Ese es uno de los problemas de esta sociedad. Nos dijeron que todos éramos iguales, que debíamos compartir todos los espacios. Y en la misma guagua se monta gente decente con gente agresiva y vulgar. La gente de bien con la gentuza.

Yo siempre he sido optimista. Seguía siendo, a pesar del dolor en el hombro. Yo estaba –estoy– convencido de que la gran mayoría de las personas son respetuosas, incapaces de agredir al prójimo sin razones de peso. Ya sé que somos testigos de una evidente pérdida de valores, pero creo que la mayoría de los cubanos seguimos siendo buenos ciudadanos, a pesar de la crisis y la inconveniencias de todos los días.

Pero algo me dolía, mucho más que el golpe. La displicencia de la gente en el ómnibus. Todo el mundo vio que yo era víctima de una injusticia y nadie alzó su voz para apoyarme. Casi todo el mundo miró para otro lado. O nos instaron a resolver nuestras “diferencias” en la calle.

Nadie llamó a la calma al agresor. Casi todos asumieron el incidente como algo “normal”, o al menos así parecía.

Se lo comenté a mi amigo y se encogió de hombros.

-¿Qué hubieras hecho tú en el lugar de la gente? ¿Te hubieras implicado?

Tuve que admitir que muy probablemente no. También hubiera sido un testigo mudo, parte de ese silencio que nos agarrota, que casi nos hace cómplices de tantos desmadres.

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