Naranjas

Naranjas

De cuando en cuando sueño con naranjas. Grandes plantaciones verdes perladas de dorado. Sombra agradable debajo de las matas. Jugo dulcísimo calmando la sed de la tarde. Cajas repletas de frutas, rumbo a la fábrica. Sueño y vuelvo a soñar con naranjas. Mi fruta preferida, desde que tengo uso de razón.
—¿Qué prefieres? ¿Una manzana o una naranja?
—Una naranja.
—¿Un melocotón o una naranja?
—Nunca he comido melocotón, pero seguro que preferiré la naranja.
—¿Un helado de vainilla o una naranja?
—Una naranja.
—¿Un bistec de puerco o una naranja?
—Está difícil, pero creo que una naranja.
—¡Tú estás más loco que una cabra!
Cuando era niño, la naranja abundaba. Sobre todo en mi Ciego de Ávila natal, gran productora a nivel nacional. En mi casa casi siempre había una jaba llena de naranjas.

Una vez llegué temprano de la escuela y me comí una naranja. Después otra. Y después otra. Y otra, otra, otra, otra… Cada vez que me comía una, me decía: esta es la última. Pero no podía parar. Les juro, creo que me comí más de treinta, con hollejos y todo. Me sentí mal, todo comenzó a darme vueltas. Se me perdió el piso y se me perdió el techo. Me desvanecí en la sala de mi casa. Por suerte llegó mi papá, se asustó mucho y me llevó corriendo al hospital. La doctora me palpó el vientre. “Este niño lo que tiene es una mala digestión. ¿Qué comiste?”
—Naranjas…
—Pero muchas, más de la cuenta.
—Sí, muchas. No sé cuantas, pero muchas.
—No se preocupe, papá… Le debe haber bajado la presión. El malestar se le pasará poco a poco. Y yo le aseguro que después de este susto, el niño no va a comer de nuevo tantas naranjas.
Se equivocaba la doctora, se equivocaba. Apenas me repuse, comencé de nuevo a comer naranjas. Pero ya no me tragaba el hollejo. Nunca más me indigesté.

Cuando entré en el preuniversitario, había que trabajar en el campo. La escuela estaba rodeada de naranjales. Eran años difíciles, los más duros de la crisis. Había poca comida y era mala. Arroz, sopa de arroz y arroz con cerelac. Suerte que había naranjas. Después de las clases, nos íbamos de excursión a las plantaciones, algo que estaba explícitamente prohibido, pero los profesores de la escuela se hacían los desentendidos. Debajo de una mata, pelando y comiendo naranjas, hacíamos tertulias deliciosas: Katia, Aymée, Kirenia, Leonides, Noslen, el Chino, Nivis Leidis, Kenia, Yanet, Yisel… Muchachos, casi niños, soñando con un futuro que nos imaginábamos luminoso. En las jornadas de trabajo en el campo, recogiendo frutas, a mí me gustaba hacer pareja con Katia, que era una garantía para poder cumplir la norma. Siempre acabábamos media hora antes, y nos sentábamos tranquilamente a conversar, a contarnos nuestras vidas y nuestros planes. “Un día, Yuris, vamos a mirar hacia atrás y vamos a recordar estos años, con mucha nostalgia. Un día vamos a extrañar estas naranjas tan dulces y estos pequeños momentos”. Tenía razón Katia, mucha razón. Ahora que como naranjas de Pascuas a San Juan, sueño con las naranjas de Ceballos. ¿Te pasa lo mismo, Katia querida?

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